No hay recambio para el magnate de Ikea

Ingvar Kamprad fundó en su adolescencia una empresa que cambió las casas de medio mundo Ni sus lazos con el nazismo, ni los recientes escándalos alimenticios han doblegado su imperio A sus 87 años, el empresario no encuentra un heredero entre sus tres hijos

El empresario Ingvar Kamprad.CRISTÓBAL MANUEL

"Me queda demasiado trabajo pendiente. No tengo tiempo para morir”. Ingvar Kamprad, de 87 años recién cumplidos, amenazaba hace poco con eternizarse como alma máter de Ikea, la empresa que fundó cuando aún era menor de edad y que le ha convertido en uno de los hombres más ricos de Europa. Pero sus planes de permanencia pueden verse frustrados no solo por el factor biológico. El gigante empresarial que emplea a más de 140.000 personas en una cuarentena de países y que ha hecho que las casas de medio mundo se parezcan e...

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"Me queda demasiado trabajo pendiente. No tengo tiempo para morir”. Ingvar Kamprad, de 87 años recién cumplidos, amenazaba hace poco con eternizarse como alma máter de Ikea, la empresa que fundó cuando aún era menor de edad y que le ha convertido en uno de los hombres más ricos de Europa. Pero sus planes de permanencia pueden verse frustrados no solo por el factor biológico. El gigante empresarial que emplea a más de 140.000 personas en una cuarentena de países y que ha hecho que las casas de medio mundo se parezcan entre sí como dos gotas de agua no ha encontrado un reemplazo como cabeza visible dentro de la familia Kamprad.

Es cierto que el viejo Ingvar abandonó hace casi 30 años el mando directo de la compañía. Desde entonces ha seguido muy de cerca la evolución del negocio, pero los portavoces de Ikea se esfuerzan en señalar que su labor ahora se limita a asesorar. “Es un hombre muy sabio y tenemos mucha suerte de tenerlo ahí”, dice Ylva Magnusson, portavoz de la compañía. Pese a los esfuerzos de Kamprad por ceder el testigo a uno de sus tres hijos, el experimento no cuajó, y ya parece evidente que ninguno de ellos se hará con las riendas del negocio.

“No quiero que compitan entre ellos para ver quién es el más apto. Antes o después, deberé elegir a uno”, había dicho el patriarca en 1998. Peter, de 48 años, parecía el más indicado, por delante de Jonas, más volcado en el diseño de productos, y Mathias, con una visión empresarial. Hace años se especuló con que Peter se encaramaría a la cima del grupo. Pero algo se torció. Está previsto que el actual consejero delegado, Mikael Ohlsson, ceda pronto el testigo al responsable de Ikea Suecia, Peter Agnefjäll. “Trató de dejar el poder a los hijos, pero no funcionó”, resume Jon Åsberg, director de la revista económica sueca Affärsvärlden.

Ninguno de los hijos tiene la responsabilidad de dirigir Ikea, pero los tres trabajan en el negocio familiar; cada uno en un consejo de administración de la maraña de empresas que rodean al imperio construido a base de madera y del “móntatelo tú mismo”. “Ejercemos influencia en el grupo a través de nuestros puestos. Nuestra ambición nunca ha sido tener un papel operativo”, admitía Peter el año pasado en una entrevista que los tres herederos dieron a una revista corporativa para los empleados del grupo. “Son los gerentes los que dirigen la compañía. Y tenemos plena confianza en ellos”, añadió Jonas.

Los últimos meses han sido movidos para la compañía, que, pese a ser de origen sueco, ha trasladado su complicado engranaje legal a Holanda y Luxemburgo por motivos fiscales. El escándalo que le llevó a retirar comida de sus restaurantes por contener carne de caballo no identificada e incluso restos fecales en algunos de sus pasteles fue la puntilla. Pocos meses antes había pasado por la humillación de tener que pedir perdón porque algunas empresas suministradoras habían usado prisioneros políticos como mano de obra gratuita en la Alemania socialista de los años sesenta y ochenta del siglo pasado. Un informe realizado por Ernst & Young aseguraba además que directivos de Ikea sabían lo que estaba pasando y miraron a otro lado.

Pero este escándalo es una minucia comparado con el que arrastra Kamprad por sus veleidades nazis de juventud. Pese a que el multimillonario ya había reconocido algo que ahora considera el mayor error de su vida, las revelaciones hechas por la periodista sueca Elisabeth Åsbrink en 2011 dieron una nueva dimensión al problema. Un libro de Åsbrink desveló que los lazos de Kamprad con los círculos fascistas de la Suecia de los años cuarenta fueron más allá de lo que había reconocido el magnate y que duraron más de lo conocido, hasta 1950. “En una entrevista en 2010 me reiteró su lealtad hacia Per Engdahl, líder fascista durante la II Guerra Mundial y la figura clave de los círculos nazis suecos durante 15 o 20 años después de la guerra. Es como si alguien te dice que Goebbels era un tío guay”, asegura la periodista por teléfono desde Estocolmo. Åsbrink señala la paradoja de que en 1944, mientras Kamprad era un activo miembro del partido nazi de Suecia, se hizo muy amigo de un adolescente judío refugiado que le pidió trabajo. Este se convirtió en uno de los primeros empleados que pusieron en marcha el imperio que más tarde le haría rico.

Su pasado nazi no es de lo único que se arrepiente. También se reprocha la afición al alcohol que le consumió durante décadas. ¿Han afectado en algo al negocio todos los escándalos que rodean a Kamprad? No parece. Pese a las turbulencias internas y externas, Ikea ganó el año pasado 3.200 millones de euros, una cifra récord en la historia de la compañía. “Es sorprendente, pero nada de todo lo malo que ocurre alrededor daña al negocio. Sus tiendas, vayas el día que vayas, están siempre llenas”, responde Jon Åsberg.

Es evidente que el gancho de los muebles baratos y resultones es imbatible. Pero el director del semanario Affärsvärlden cree que hay más motivos que explican la popularidad del magnate entre los suecos. “La gente le admira y le quiere. El secreto está en que vive como si fuera el vecino de al lado. Viaja en turista, siempre cuenta lo mucho que le gusta ir a tiendas baratas y mira cada céntimo como si fuera el último. Odia cualquier signo de ostentación, y eso es algo que a los suecos nos gusta mucho”, concluye Åsberg.

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