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Del compás al ‘flow’: hip hop y flamenco como lenguajes que educan e incluyen

La cultura urbana y el flamenco se abren paso como herramientas pedagógicas e inclusivas para jóvenes en riesgo, alumnado desconectado del sistema o personas sin hogar

Encontrar una voz. Eso es lo que muchos jóvenes —y también adultos— logran cuando el rap, el grafiti, el flamenco o el breaking entran en su vida no como simple entretenimiento, sino como un lenguaje con propósito. Centros educativos, refugios y proyectos sociales han comprobado ya cómo la cultura urbana se convierte en una vía real para expresarse, conectar con los demás y mejorar su bienestar emocional. Y no se trata de intuiciones: una revisión sistemática de 2024 sobre pedagogías hip hop analizó 68 trabajos y concluyó que, especialmente en educación secundaria, estas iniciativas crean contextos culturalmente relevantes para estudiantes tradicionalmente excluidos, fomentan su participación social y política y promueven el pensamiento crítico.

Un ejemplo de ello lo vivió un grupo de personas sin hogar durante un taller de rap impartido por Noemí Laforgue, investigadora de la UNED y coautora del mencionado estudio, en un centro para refugiarse del frío ubicado en el sur de Madrid. “Pensé que no iba a engancharles nada, pero fue todo lo contrario”, admite por videoconferencia. Deseosos de compartir lo que tenían dentro, aquellos adultos sin rumbo aparente escribieron y grabaron una canción en la que hablaban de la violencia sufrida en la calle, de la soledad y del abandono institucional. En otro proyecto impulsado en los barrios de San Fermín, Orcasur y Villaverde, Laforgue trabajó con adolescentes en situación de exclusión que encontraron en el rap una forma de expresarse y de sostener vínculos significativos.

“Lo que el rap y la música urbana nos ha dado es una posibilidad real de hacer algo muy accesible con unos chicos y chicas que, en mayor o menor medida, tienen unas vidas complejas. Porque con un poco de entrenamiento, destreza y disciplina por su parte se obtienen muy buenos resultados a corto plazo”, sostiene Javier Taboada, educador social y fundador de la Asociación Garaje, ubicada en Vallecas (Madrid). Desde 2009, este colectivo viene realizando distintas intervenciones sociales que tienen a la música como elemento vertebrador. Proyectos como Buscando Fortuna, que de 2015 a 2018 trabajó con adolescentes de 11 a 15 años del barrio de La Fortuna, en Leganés (Madrid), donde el rap funcionó como una herramienta educativa; o Tardes de Garaje, un lugar de expresión artística para jóvenes de diversos orígenes étnicos y culturales; además de numerosos talleres en centros educativos de la Comunidad de Madrid. Muchos de ellos provienen de centros de acogida, servicios sociales o de salud mental.

Espacios seguros para expresar lo que importa

“Mi madre”. Esa fue la respuesta que repitieron, sin dudarlo, aquellos chicos de Buscando Fortuna cuando les preguntaron por quién era importante para ellos. Tenían poco más de 11 años, venían de pasar las tardes en la calle entre porros y travesuras y apenas sabían expresar lo que sentían. Pero al convertir esa emoción en versos —en ritmo, en compás—, ocurrió algo inesperado. “Yo nunca le había dicho “te quiero” a mi madre, en casa no hablábamos de eso. Pero con esa canción pude decirle todo lo que sentía”. Lo cuenta ahora, ya como educador social, Antonio Vaca (aka Kidflow, 22 años), uno de aquellos chavales que, aburridos y sin muchas perspectivas de futuro, se animaron a participar en Buscando Fortuna. Lo que empezó entonces como un simple taller de rap con adolescentes de un barrio difícil se convirtió en un refugio creativo que, sin apenas darse cuenta, fue dándoles herramientas para hablar de sí mismos, sanar y conectar con su entorno.

Ese valor terapéutico (autoestima, regulación emocional, trabajo en equipo, socialización) lo conoce bien la psicóloga y educadora social Judit Merayo: “El arte urbano canaliza emociones para las que muchos jóvenes no tienen palabras. Es una vía de escape que transforma la rabia o la tristeza en creación artística; un mecanismo de afrontamiento que refuerza la resiliencia y actúa como factor de protección para la salud mental”. Lo ve a diario en contextos donde faltan vínculos seguros y sobran historias de dolor. Jóvenes que, al rimar sobre lo que les duele o al pintar un muro con su verdad, dejan de ser solo un caso más en un expediente social para convertirse en narradores activos de su propia historia.

No se trata solo de liberar tensiones o ganar confianza, sino de construir su identidad. “Muchas veces el rap o el breakdance crean lo que llamamos familias elegidas, donde se sienten escuchados y validados, y unos espacios de pertenencia que no siempre encuentran en su entorno familiar o escolar más cercano”, añade Merayo. En uno de los talleres impulsados por la Asociación Garaje, un grupo de chicas elaboró un vídeo musical con motivo del Día contra la Violencia de Genero (25 de noviembre), poniendo voz y cuerpo a lo que normalmente se queda dentro: “Cuando pueden narrarse, sin filtros, en un lenguaje que les representa, el impacto es inmenso”, resume Taboada.

Se habla mucho del rap, pero la realidad, sostienen, es mucho más fluida. “De hecho, nosotros siempre hablamos de música urbana”, cuenta Taboada (o Tabo, como le llaman). “Los chavales de ahora escuchan reguetón, trap, drill... así que cuando se ponen a componer, lo normal es que haya influencias de muchos géneros”, esgrime. Vaca, de etnia gitana, reconoce que entre sus amigos, quienes componen flamenco tampoco están libres de este tipo de fusiones. Él y su compañero Miguel Corrales (aka DJR), un bogotano de 23 años, ponen en práctica con los jóvenes de Tardes de Garaje y Tardes de Garaje Junior las mismas estrategias que aprendieron de niños, desde el otro lado de la barrera: “Para empezar, se hace un trabajo importante para rebajar el ego, porque muchos se creen los mejores, pero está lejos de la realidad”, asegura.

Un muro en blanco como aula

Cuando se ofrece el contexto adecuado, hasta un spray puede educar. Francisco Jaime Reyes (aka Pastron 7), grafitero y profesor de la Universidad Complutense de Madrid, lleva más de 25 años impartiendo lo que él llama “talleres de grafiti responsable”. Lejos de fomentar el vandalismo, se trata de enseñar la historia, las técnicas y los códigos de una cultura con más de medio siglo de trayectoria, en la que también caben el rap, el breaking o los DJs. “Primero les explicamos de dónde viene el grafiti, cuáles son sus referentes, y luego pasamos a técnicas con papel y rotulador antes de tocar el spray”, cuenta.

A menudo estos talleres se dirigen a jóvenes en contextos de exclusión a los que nadie logra enganchar. “Y de repente llegan puntuales, se coordinan para pintar un mural en equipo, aprenden a escuchar y a comprometerse con algo que les conecta”, afirma. Algunos descubren nuevas vocaciones que van desde el diseño gráfico al tatuaje, y otros simplemente encuentran un grupo al que pertenecer. “Cuando les das clase sobre lo que ven en la calle, lo sienten como algo propio. No eres el típico profe: eres como ellos, pero más grande”, resume.

Para Reyes, no se trata de imponer normas ni censurar lo que pintan. Nombres, apodos, símbolos... todo tiene sentido si se entiende su lenguaje. “No hace falta que hagan algo bonito o correcto. Lo importante es que sientan que alguien les ve, que su esfuerzo tiene valor, y que hay un adulto que lo reconoce sin juzgar”. Una mirada que —como ya advertía la psicóloga Judit Merayo— debe poner el foco en el proceso más que en el resultado, y permitir que el lenguaje urbano conserve su potencia expresiva sin convertirse en una caricatura domesticada.

Cuando el arte encuentra su lugar en la escuela

No obstante, no basta con poner un micro, encender la música y dejarse fluir. Para que el arte urbano tenga un impacto pedagógico real, es necesario que estas propuestas sean sostenidas, estén bien acompañadas y ofrezcan espacios seguros donde los jóvenes puedan expresarse sin miedo. Pero también deben respetar la cultura de la que emanan: “Si se fuerza el mensaje, se elimina la libertad de expresión real, y si solo importa el resultado final, se pierde el valor del proceso, que es donde sucede lo importante”, advierte Merayo.

Para funcionar, estas iniciativas deben reconocer los códigos propios del rap, el grafiti o el breakdance, y asumir que no todo lo que se diga será cómodo. Cuando eso se cuida, el arte se convierte en un refugio emocional, un espacio de pertenencia y una vía de pensamiento crítico: “Muchos chicos y chicas que no encuentran su sitio en la escuela descubren en estas prácticas un territorio propio. Eso tiene un impacto enorme en su autoestima y en su salud mental”, añade.

Algo parecido sucede en el IES Almunia, un instituto público de Jerez de la Frontera (Cádiz) donde el flamenco no es solo una asignatura más, sino un eje que conecta materias, impulsa proyectos y estrecha lazos entre alumnado, profesorado y familias. Allí se dio forma a una iniciativa que, partiendo de unas pocas actividades puntuales, creció hasta transformarse en un proyecto a nivel de centro que ya involucra a una veintena de docentes de distintas áreas. En Lengua, por ejemplo, los estudiantes trabajan las letras y sus recursos expresivos; en Tecnología han llegado a construir una máquina de percusión por bulerías; en Plástica dibujan retratos de artistas flamencos; en Ciencias analizan las maderas de las guitarras; y en Aprendizaje Social y Emocional, en cuarto de la ESO, se abordan las emociones a través de letras flamencas.

Además, en la asignatura de Formación y Orientación Laboral (FOL) de FP invitaron a una bailaora para hablar sobre los laborales desde la perspectiva de su experiencia en los escenarios. Todo un enfoque transversal que, por otro lado, se encuadra en la normativa educativa andaluza, que obliga a incluir el conocimiento del patrimonio cultural de Andalucía —flamenco incluido— como parte del currículo, y que recibió en 2023 el premio Flamenco en el aula por parte del Gobierno regional.

No se olvida, por supuesto, la asignatura de Música, donde el profesor Francisco Javier Moya propone un trabajo práctico y participativo según el nivel de cada alumno: palmas, cante, baile y percusión, pero también reflexión y escucha. El flamenco entra en clase con sus códigos, su historia y sus fusiones, buscando conectar con lo que emociona al alumnado, pero el impacto no se limita a los estudiantes, sino que ha involucrado también al personal no laboral (Moya admite que Joaquín, el encargado gitano de la cafetería, es probablemente quien más sabe de flamenco en el centro, lo que le hizo pieza indispensable).

El proyecto, además, ha tenido un efecto inesperado en el profesorado, que ha empezado a colaborar más, a compartir recursos y hasta a subirse al escenario: varios docentes aprendieron a bailar por bulerías y se animaron a participar en un concurso interno organizado para el propio instituto. “La experiencia está siendo tan enriquecedora para nosotros como para ellos”, señala Moya.

Los cambios se notan: jóvenes que apenas acudían al centro llegan con ganas de ensayar; quienes temían hablar en público presentan con soltura sus trabajos; y alumnos que antes no se hablaban ahora comparten una coreografía común, aprendiendo a escucharse y compartiendo escenario. Las familias también se han volcado: cosen trajes, enseñan palmas, colaboran en talleres, aunque hay otras que todavía se muestran reticentes. “Eso sí, muchos prejuicios se desmontan cuando un estudiante escucha a una bailaora contar cómo ensaya 10 horas al día o a un investigador explicar que el flamenco también se estudia en la universidad”, resume el profesor.

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