¿Un nuevo impuesto sobre las empresas tecnológicas?
No es difícil pensar que las multinacionales acabarán trasladando el peso de la tasa ya sea a menores salarios de sus trabajadores o a mayores precios para el consumidor final
Si hace unos pocos meses alguien nos hubiera dicho que un virus iba a alterar totalmente nuestras vidas, no nos lo hubiéramos creído. Y si, además, nos hubiera dicho que una parte nada desdeñable de las actividades económicas se iban a seguir desarrollando de manera telemática sin apenas presencia física en los lugares de trabajo, aún nos habría parecido más inverosímil.
Esto último ha sido posible gracias a la digitalización y es lo que, salvando las distancias, suced...
Regístrate gratis para seguir leyendo
Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
Si hace unos pocos meses alguien nos hubiera dicho que un virus iba a alterar totalmente nuestras vidas, no nos lo hubiéramos creído. Y si, además, nos hubiera dicho que una parte nada desdeñable de las actividades económicas se iban a seguir desarrollando de manera telemática sin apenas presencia física en los lugares de trabajo, aún nos habría parecido más inverosímil.
Esto último ha sido posible gracias a la digitalización y es lo que, salvando las distancias, sucede desde hace años con algunas multinacionales tecnológicas: la presencia física en un territorio no es necesaria para poder obtener beneficios en él. Sin embargo, las normas fiscales internacionales exigen la presencia física para poder gravarlos, al ser normas que datan de los años veinte del siglo pasado. De este modo, las multinacionales consiguen prácticamente no pagar impuestos o, en todo caso, pagar mucho menos de lo que les correspondería de acuerdo con su beneficio real. Además, la covid-19 les va a permitir obtener unos beneficios extraordinarios superiores a los que hubieran obtenido en circunstancias normales y, en gran parte, netos de impuestos.
La OCDE y la Unión Europea llevan tiempo analizando el tema, porque estas normas únicamente se podrán reformar en el marco de un acuerdo internacional, algo que no es fácil porque algunos países se benefician sin duda de la situación actual. Recientemente, economistas como Stiglitz o Piketty han propuesto la introducción de un impuesto digital global. Pero, mientras este acuerdo no llegue, ¿qué se puede hacer?
El Congreso está debatiendo estos días un proyecto de ley presentado por el Ejecutivo que plantea la creación de un impuesto que grave tres modalidades de servicios digitales: los de publicidad, los de intermediación (por ejemplo, una agencia de viajes) y los de transmisión de datos (por ejemplo, de redes sociales o buscadores). Ahora bien, el impuesto únicamente grava las grandes empresas, esto es, aquellas que facturen globalmente más de 750 millones de euros y que su volumen de ingresos en España supere los 3 millones. La peculiaridad del impuesto es que no se grava el beneficio obtenido en España, como sucede en el impuesto sobre sociedades, sino los ingresos generados en nuestro país. Y el tipo impositivo previsto es del 3%.
Sin duda, parece justo que las multinacionales digitales paguen impuestos y contribuyan al sostenimiento del sector público allí donde obtienen beneficios. Ahora bien, los economistas somos bien conscientes de la diferencia que existe entre quién está obligado a pagar a la administración y quién lo acaba haciendo. En el caso del impuesto digital, no es difícil pensar que las multinacionales lo acabarán trasladando ya sea a menores salarios de sus trabajadores o a mayores precios para el consumidor final. El impuesto seguiría cumpliendo con su papel de financiador del sector público, pero en relación con la justicia, quien tiene la última palabra es el mercado. Se llama incidencia impositiva.
José Mª Durán Cabré y Alejandro Esteller Moré son investigadores del Instituto de Economía de Barcelona (IEB) y profesores de Economía de la UB.