Economista de agua salada
Dani Rodrik denuncia desde hace años las inconsistencias y las implicaciones adversas de la globalización
Hace una docena de años Krugman escribió una larga reflexión titulada ¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?, en la que explicaba que la profesión de economista se había extraviado porque los economistas como grupo confundieron la belleza (vestida de unas matemáticas de aspecto impresionante) con la verdad. La polémica sobre esas palabras continúa hasta hoy día. En ese texto, el Nobel de Economía distinguía entre los “economistas de agua salada” (principalmente instalados en universidades de las zonas costeras de EE UU), con una visión más o menos keynesiana de la vida, y “ec...
Hace una docena de años Krugman escribió una larga reflexión titulada ¿Cómo pudieron equivocarse tanto los economistas?, en la que explicaba que la profesión de economista se había extraviado porque los economistas como grupo confundieron la belleza (vestida de unas matemáticas de aspecto impresionante) con la verdad. La polémica sobre esas palabras continúa hasta hoy día. En ese texto, el Nobel de Economía distinguía entre los “economistas de agua salada” (principalmente instalados en universidades de las zonas costeras de EE UU), con una visión más o menos keynesiana de la vida, y “economistas de agua dulce” (sobre todo en escuelas de tierra adentro), que consideran el keynesianismo una visión carente de sentido.
Dani Rodrik es sin duda un economista de agua salada, no sólo porque da clases en Harvard, sino porque durante los últimos años ha hecho de su profesión un análisis crítico de la economía más ortodoxa y una defensa constante de la economía política a través de elementos tan centrales como la democracia, el Estado de bienestar o las desigualdades. Y todo ello en el marco de referencia de nuestra época: la globalización. Desde mucho antes que los modernos críticos de la globalización realmente existente, Rodrik escribió libros y artículos, académicos y de divulgación, sobre las inconsistencias y las implicaciones adversas de un proceso fundamentalmente económico, que no se había dotado de una rama política imprescindible para su buen funcionamiento: la gobernanza.
Así nació su célebre trilema, imprescindible ya en el estudio de cualquier ciencia social, no solo de la economía: se puede limitar la democracia en un país con el propósito de paliar los trastornos que la economía global produce; se puede limitar la globalización con la esperanza de reforzar la legitimidad democrática; o se puede globalizar la democracia a costa de la soberanía nacional. Podemos tener como mucho dos de las tres alternativas. Rodrik finalizaba su reflexión considerando que todavía no nos hemos enfrentado directamente a las duras opciones que identifica su trilema (quizá podría matizar esta opinión tras los sufrimientos ciudadanos durante la Gran Recesión y la pandemia del coronavirus). En particular, aún no se ha aceptado de modo abierto que se necesitan rebajar las ambiciones en cuanto a la globalización económica si se quiere que el Estado-nación siga siendo el principal escenario de una política democrática. Las guerras comerciales y las políticas de perjuicio al vecino son un ejemplo de ello. Así, no nos quedaría más remedio de conformarnos con una versión diluida de la globalización: reinventar el compromiso de Bretton Woods para una época diferente. En este escenario también se multiplica el miedo a que nuestros representantes políticos no puedan arreglar los problemas comunes porque los centros en los que se decide la vida cotidiana de la ciudadanía están cada vez más alejados de los Parlamentos y de los lugares propios de la democracia, tal como la conocemos.