Lo que aprendimos de Canadá y Alemania y los modelos híbridos de políticas culturales

Las dinámicas marcadas por la era de la globalización, generadoras de grandes flujos de personas, así como la disrupción provocada por el avance digital, están cambiando la realidad forjando posturas radicales con el supuesto propósito de autoprotección

André Malraux en una exposición de Gisèle Freund. / CARLES RIBAS

De los diferentes modelos de políticas culturales usualmente diferenciamos entre el centralista francés y el liberal de tradición anglosajona. En este último el poder político se distancia de la cultura según el denominado arm’s length (longitud del brazo). Sin embargo, hay países que avanzan hacia modelos híbridos que les permiten combinar los elementos más adecuados para el diseño de su política cultural.

De los antes mencionados, el modelo francés se ha basado en la creación de un sentimiento nacional de pertenencia, de construcción de país, impulsado con la creación del Min...

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De los diferentes modelos de políticas culturales usualmente diferenciamos entre el centralista francés y el liberal de tradición anglosajona. En este último el poder político se distancia de la cultura según el denominado arm’s length (longitud del brazo). Sin embargo, hay países que avanzan hacia modelos híbridos que les permiten combinar los elementos más adecuados para el diseño de su política cultural.

De los antes mencionados, el modelo francés se ha basado en la creación de un sentimiento nacional de pertenencia, de construcción de país, impulsado con la creación del Ministerio de Cultura en la Quinta República, bajo la presidencia de Charles de Gaulle. Corría el año 1958 cuando el ministro estrella André Malreaux construyó un modelo muy centralizado, con división territorial en regiones, departamentos y ayuntamientos. La estructura evolucionó dentro de este esquema hasta que en 1980 el presidente Miterrand inicia, con su ministro Jack Lang, una relajación de la centralización cultural en el ámbito territorial. Sin embargo, la descentralización administrativa no implicó la apertura de la “pirámide burocrática”, como cita Lluis Bonet[1].

La otra cara de la moneda la encontramos en el Reino Unido, en el que prima una concepción de la cultura como elemento esencial de la vida privada del ciudadano. Este hecho se refleja en el planteamiento de la gestión desde lo público. Si bien durante el gobierno de Thatcher la privatización de la gestión cultural llegó a su máximo nivel, la situación muta con la entrada del partido laborista en el Gobierno en 1997. En ese momento la cultura se convierte en elemento fundamental de la acción política, en reconocimiento de su contribución al producto interior bruto y a la construcción de la identidad nacional. No obstante, el sistema aplicado en el Reino Unido genera una gran desigualdad tanto en los ingresos públicos obtenidos por las diferentes fuentes, principalmente las loterías nacionales, como en el gasto cultural per cápita[2].

Si buscamos experiencias de otros países encontramos realidades como la de Canadá y Alemania, que pudimos conocer de primera mano en el X Foro de Industrias Culturales organizado por la Fundación Alternativas en colaboración con la Fundación Santillana.

En el caso de Alemania, la gestión territorial de la cultura se basa en un federalismo cultural cooperativo. El núcleo de soberanía de los Länder es la cultura, que además es el segundo sector productivo del país después del automovilístico. La cooperación entre los entes regionales y locales se ve fortalecida por el soporte del gobierno federal, encargado de dirigir la política del país, también en cultura. En cambio hay que destacar una cuestión importante, existe una activa cooperación entre los Länder, lo que facilita la articulación territorial y la construcción de una idea de nación basada en el Kulturföderalismus.

Para evitar la conflictividad intercultural y fomentar el respeto mutuo es necesario que el diseño de las políticas públicas tenga en cuenta la diversidad de las expresiones culturales de nuestra sociedad

Por el lado de Canadá, hablamos de un país tradicionalmente conocido por su capacidad de acogida, por su enorme diversidad poblacional y por contar con un territorio geográficamente complicado. Su realidad parecía implicar un complejo diseño institucional para poder gestionarse políticamente. En materia de cultura, su enorme diversidad le exponía a un seccionamiento de la población en función de su origen. En cambio Canadá ha demostrado que se puede vivir, y bien, en el marco de la diversidad. Que se pueden articular las diferencias para construir país y seguir avanzando. Por eso impulsó la Convención de la Diversidad de las Expresiones Culturales de UNESCO (2005), que ha supuesto una mejor comprensión de la realidad de este fenómeno en el mundo contemporáneo.

Las dinámicas marcadas por la era de la globalización, generadoras de grandes flujos de personas, así como la disrupción provocada por el avance digital, están cambiando la realidad forjando posturas radicales con el supuesto propósito de autoprotección. Para evitar la conflictividad intercultural y fomentar el respeto mutuo es necesario que el diseño de las políticas públicas tenga en cuenta la diversidad de las expresiones culturales de nuestra sociedad. Para facilitarlo, deberíamos progresar hacia modelos más híbridos de gestión cultural, con herramientas adecuadas como la ley de fomento del mecenazgo.

* Inma Ballesteros es directora de Cultura y Comunicación de la Fundación Alternativas

[1] Bonet,Ll. et al. Autonomía y cooperación en los modelos federalizantes de política cultural. Análisis comparativo de los casos de Alemania, EEUU, Canadá, Suiza, Reino Unido y España. Política y Sociedad, (189-210) Madrid 2018.

[2] Ver Fisher y Figueira, Country profile: United Kingdom. Compendium. Cultural Policies and Trends in Europe. Estrasburgo 2011.

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