Editorial

¿Dónde está el 0,7%?

Resulta un imperativo moral ineludible contribuir a que desaparezcan los infiernos del hambre y la extrema necesidad

Madrid -

La ayuda al desarrollo, esa actividad plácidamente relegada al ámbito de la retórica durante lustros, tiene varias similitudes (y no pocas diferencias, claro está) con el protocolo de Kyoto: muchos suscriben el principio general, se equivocan (quizá conscientemente) en los plazos y ritmos de aplicación y, en resumen, muy pocos cumplen con los compromisos suscritos. ¿Qué se hizo del conocido objetivo del 0,7% que los países desarrollados querían o debían destinar de su riqueza a los países menos favor...

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La ayuda al desarrollo, esa actividad plácidamente relegada al ámbito de la retórica durante lustros, tiene varias similitudes (y no pocas diferencias, claro está) con el protocolo de Kyoto: muchos suscriben el principio general, se equivocan (quizá conscientemente) en los plazos y ritmos de aplicación y, en resumen, muy pocos cumplen con los compromisos suscritos. ¿Qué se hizo del conocido objetivo del 0,7% que los países desarrollados querían o debían destinar de su riqueza a los países menos favorecidos? Pues que duerme el sueño del olvido, porque en tiempos de crisis o recesión cualquier desmemoria está justificada. Que España sea uno de los países que más ha recortado la ayuda al desarrollo es significativo —revela la ausencia de criterios mesurados para reducir el gasto que ha aplicado el gobierno español, en esta y en otras partidas—, pero al final anecdótico, porque casi todos los países han seguido la misma o parecida conducta. Pocos gobiernos han cumplido con el objetivo del 0,7% y tal reticencia indica no sólo que esa no es su prioridad, algo con lo que hay que contar, sino que pura y simplemente no entienden las razones económicas, sociales y políticas que justifican la existencia de los programas de ayuda.

Y, sin embargo, existen. La primera y principal es que resulta un imperativo moral ineludible contribuir a que desaparezcan los infiernos del hambre y la extrema necesidad. Si para conseguirlo es necesario desbrozar primero otros obstáculos (como la dificultad evidente de que la ayuda llegue íntegra a quienes la necesitan, debido al saqueo sistemático de quienes se interponen entre el donante y el perceptor). Pero hay otras razones que pueden esgrimirse para convencer a los más preocupados por los intereses nacionales y personales. La persistencia de países con niveles muy bajos de desarrollo tiene dos graves consecuencias. Una es de carácter económico, puesto que impiden una mayor expansión del comercio internacional; permanecen como zonas estériles para la inversión. El desarrollo, podría argumentarse ante un ferviente defensor del egoísmo smithiano como motor del crecimiento, es una oportunidad de negocio. Otra es de carácter social: los países deprimidos sin ayuda se convierten en focos de emigración permanente en busca de sociedades con más oportunidades de empleo y prosperidad.

Las malas consecuencias de saltarse la ayuda al desarrollo se aprecian claramente en los persistentes movimientos migratorios que llaman a las puertas de Europa o Estados Unidos. Donde debe resolverse el problema no es en las fronteras, sino en los países de origen del éxodo. Este es un lugar común del que se ha abusado siempre y en estos momentos con más insistencia debido a la gran oleada de refugiados procedentes de los territorios asolados por la guerra con el Estado Islámico. Pero nadie propone planes específicos, detallados, para resolver el problema. Se sabe dónde, pero no está tan claro el cómo. Y eso es exactamente lo que hay que explicar. En primer lugar, hay que tener claro que la corrección parcial de los problemas de hambre y subdesarrollo es labor de decenios y que nunca se conseguirán los efectos esperados. Después, hay que ser conscientes de que la ayuda al desarrollo es una acción complementaria, de urgencia por así decirlo. La acción fundamental debe consistir en estimular el crecimiento económico en las sociedades con tasas elevadas de pobreza; y ese es un proceso que, en el caso de que quiera iniciarse, también es largo y difícil.

Lo más urgente es revitalizar los programas de ayuda y cooperación. Ni el flujo de cantidades aportadas es suficiente ni están orientadas correctamente. La desigualdad es una fuente constante de conflictos; la desigualdad extrema genera conflictos radicales, como puede observar cualquiera que haya seguido la información durante las últimas semanas.

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