Columna

De la sal de la carretera

A pesar de vivir en sociedades escépticas, cínicas y descreídas sorprende el número de cosas que, sin darnos apenas cuenta, damos por supuestas. Damos por supuesto cada mañana que el agua manará de nuestros grifos, que los periódicos estarán en nuestro quiosco, que nuestro pan estará caliente y oloroso, que nuestro café levantará su persiana, que nuestras calles estarán barridas y que nuestras basuras habrán sido recogidas, que en nuestra carretera habrá sal tras el témpano de la noche, que funcionará un teléfono desde el que decir "soy yo" a nuestro tú del otro lado, que nuestro autobús se de...

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A pesar de vivir en sociedades escépticas, cínicas y descreídas sorprende el número de cosas que, sin darnos apenas cuenta, damos por supuestas. Damos por supuesto cada mañana que el agua manará de nuestros grifos, que los periódicos estarán en nuestro quiosco, que nuestro pan estará caliente y oloroso, que nuestro café levantará su persiana, que nuestras calles estarán barridas y que nuestras basuras habrán sido recogidas, que en nuestra carretera habrá sal tras el témpano de la noche, que funcionará un teléfono desde el que decir "soy yo" a nuestro tú del otro lado, que nuestro autobús se detendrá en su parada, que nuestro mercado rebosará de colores y sabores; y es que damos por supuestas cada mañana tantas y tantas cosas...

Y es curioso: sólo caemos en la cuenta de nuestra fe y de todas esas pequeñas creencias cotidianas la mañana en la que nuestros grifos están secos, en la que nuestro quiosco no está colmado de los gritos de los titulares, en la que nuestro pan no cruje, en la que a nuestro café le sigue arropando su persiana, en la que nuestras calles despiden el olor del abandono de los desperdicios, en la que en nuestra carretera no hay un cinturón salado, en la que no marcha un teléfono desde el que decir "soy yo", en la que nuestro autobús no pasa, en la que nuestro mercado se torna monocolor e insípido... Y esa mañana reparamos en el trabajo de todos esos hombres y mujeres invisibles que si no nos salvan la vida, al menos nos la hacen más llevadera. Hombres y mujeres invisibles de los que, como les pasa a los pájaros con los espantapájaros, sólo vemos -si acaso- sus uniformes: los silenciosos artífices de todos esos pequeños milagros cotidianos... olvidados. Pequeños milagros cotidianos que nuestros sísifos desempeñan cada día para volver de nuevo al siguiente a la sima de la montaña desde la que cargar con la pesada piedra hasta la cima; pequeños milagros cotidianos que necesitamos tanto como una raíz a la pesada tierra; pequeños milagros cotidianos que permiten que otros podamos dedicarnos a la perfección de lo en apariencia inútil.

En la entrada de su diario del domingo 21 de mayo de 1939, el escritor rumano, Mihail Sebastian, anotará lo que sigue: "Cualquiera, quienquiera que sea, mi portero, el último barrendero, el último aprendiz de una tienda, es más de lo que soy yo con este uniforme. Hasta el viernes pasado no entré de modo efectivo en el ejército pero es como si desde entonces hubiesen pasado diez días. ¡Qué largo, qué terriblemente largo es el día que empieza a las cuatro de la mañana con el sol! Volví a casa y, al ver mi habitación blanca, mi baño resplandeciendo de aseado, la cama limpia, la terraza, la biblioteca y la luz, me pareció que volvía a una vida superior, digna, libre y fastuosa". Esa fue la mañana en la que Sebastian asistió al pequeño milagro de la sal de la carretera.

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