Columna

Póquer político

No soy ni remotamente una especialista del juego del póquer, pero lo conozco lo suficiente como para saber que, sea cual sea su modalidad, tiene que ver con mantener, hasta el último momento, algunas cartas tapadas y con farolear. La realidad está dejando muy claro, por si alguien lo había descuidado o perdido de vista, que la política no puede ser un juego y menos de azar. Que las decisiones que los dirigentes (no) adoptan afectan de un modo directo y en ocasiones determinante a la vida y al bienestar de los ciudadanos. Que una medida decidida en un sentido o en otro puede alentar o truncar p...

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No soy ni remotamente una especialista del juego del póquer, pero lo conozco lo suficiente como para saber que, sea cual sea su modalidad, tiene que ver con mantener, hasta el último momento, algunas cartas tapadas y con farolear. La realidad está dejando muy claro, por si alguien lo había descuidado o perdido de vista, que la política no puede ser un juego y menos de azar. Que las decisiones que los dirigentes (no) adoptan afectan de un modo directo y en ocasiones determinante a la vida y al bienestar de los ciudadanos. Que una medida decidida en un sentido o en otro puede alentar o truncar proyectos; favorecer o entorpecer crecimientos personales y sociales. Que una buena inversión económica, educativa o cultural puede fortalecer el presente de todos y avalar el futuro de las nuevas generaciones, que por el contrario una mala puede hipotecarlos seria o incluso irreversiblemente. La política no debería ser nunca, y menos en los tiempos que corren, asunto de faroles y cartas tapadas.

Y, sin embargo, la actualidad nos deja casi a diario evidencias de las dos cosas. Llevamos varias semanas ya-entre los asuntos pendientes de agilización se encuentra sin duda el traspaso de poderes-, lentas semanas esperando las medidas concretas con las que Mariano Rajoy entiende enfrentar la crisis. Esperando, por poner directamente el dedo en la llaga, su reforma laboral. Es decir, esperando que el futuro presidente del Gobierno levante unas cartas que ha mantenido tapadas hasta ahora, y significativamente durante la campaña electoral. Como Artur Mas mantuvo tapadas, durante la campaña, las cartas de su nueva batería de recortes, y sólo las levantó una vez pasadas las elecciones. Como, en otro orden de cosas, Juan Karlos Izagirre mantuvo tapado hasta después del 20-N el juego de retirar del balcón del ayuntamiento donostiarra ese cartel que se negaba a ETA, a través del que los ciudadanos nos negábamos a ETA, una ETA que aún no se ha disuelto.

¿No tendrían todas esas cartas -y otras, que la práctica está muy extendida- que haber estado abiertas antes de la cita electoral? ¿No tendría la ciudadanía que haber ido a votar a esos y otros candidatos o partidos precisamente sobre la base de todo el juego abierto; conociendo al detalle cada una de las cartas propuestas, pudiendo así distinguir su sentido, su viabilidad, los valores y principios sociales que las inspiran? ¿No consiste la democracia en que los ciudadanos elijamos sabiendo? ¿No es hacer política hacer transparencia, propiciar un diálogo lúcido entre la ciudadanía y sus representantes? Estoy convencida de que sí. Y de que lamentablemente a nuestra vida política le sobra póquer en un momento en que ya no hay terreno para ninguna clase de juego. Se habla mucho estos días de refundar. Hay que refundar, pero también inaugurar, prácticas políticas y exigencias ciudadanas alérgicas a las cartas boca abajo, y a la temeraria y demagógica vía de los faroles.

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