Columna

Coros de disidencia

Se celebra esta semana en San Sebastián una Conferencia internacional para la paz. El lehendakari no va a acudir porque, según ha declarado, tampoco le han invitado. El que se invite a líderes políticos extranjeros y no, por ejemplo, al lehendakari es, a mi juicio, ilustrativo de muchas cosas pero fundamentalmente de la deslocalización que determinados sectores -en el entorno de influencia de la izquierda abertzale- quieren aplicar al llamado proceso de paz. Una deslocalización que sitúa la legitimidad para el análisis y el diagnóstico de lo que aquí ha sucedido y p...

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Se celebra esta semana en San Sebastián una Conferencia internacional para la paz. El lehendakari no va a acudir porque, según ha declarado, tampoco le han invitado. El que se invite a líderes políticos extranjeros y no, por ejemplo, al lehendakari es, a mi juicio, ilustrativo de muchas cosas pero fundamentalmente de la deslocalización que determinados sectores -en el entorno de influencia de la izquierda abertzale- quieren aplicar al llamado proceso de paz. Una deslocalización que sitúa la legitimidad para el análisis y el diagnóstico de lo que aquí ha sucedido y para la verificación del final de ETA, más fuera que dentro de nuestro país; más lejos que en manos de nuestra sociedad. Una deslocalización que entiendo que aspira también a equiparar lo sucedido en Euskadi en estas últimas décadas con lo que ha pasado en otros lugares del mundo, y a calcar, mediante esa equiparación, determinados finales o desenlaces tanto en la práctica como en la teoría o en el argumento del relato.

Promover o preferir que no sean nuestras instituciones quienes verifiquen la decisión de ETA de disolverse (¿qué verificación se necesita, por otra parte, si esa decisión se apoya en actos y hechos dotados de irreversibilidad?); y que no sea nuestra sociedad quien protagonice el debate, quien lidere los discursos y los relatos en este umbral del final del terrorismo; es decir, colocar el énfasis en otras experiencias del exterior y no en la nuestra, creo que refleja una voluntad de no enfrentar las responsabilidades del pasado; de relegarlas o encubrirlas. Que traduce un deseo de apartarse de la realidad de lo que aquí ha sucedido, de desviar la mirada de esta realidad concreta para atender a realidades abstractas -o abstraídas-, compuestas de generalizaciones, analogías y mimetismos discursivos, de importación. Todo ello con el objetivo de construir un relato o una trama cuyo desenlace no pueda ser otro que el de "ni vencedores ni vencidos". Enunciado éste que clarea, a mi juicio, otro más radical: una forma de "ni agresores ni agredidos", como un modo de ir consagrando la idea de que en Euskadi todo ha sucedido en una especie de simetría o de equivalencia entre dos bandos. Como si pudiera concebirse alguna equivalencia entre el que pone los tiros y el que pone la cabeza o el corazón donde esos disparos impactan.

Tal vez en la deslocalización extrema del debate, en su extranjerización máxima - y quizá por ello se busquen- una pretensión de simetría entre victimarios y víctimas podría tener algún recorrido en llano. Aquí no; en el seno de la experiencia y de la conciencia de la sociedad vasca, enseguida aparecerían, aparecen, y aparecerán cada vez más, el relieve, las objeciones. En el terreno de un debate abierto y plural entre nosotros, enseguida se oyen las voces de discrepancia, los coros de disidencia, de denuncia del inaceptable fraude histórico y moral que supone cualquier pretensión de equivalencia.

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