Columna

Desarmonización fiscal

¿Será posible que, gracias a los acuerdos de Bildu y PSE, los guipuzcoanos soporten mayor presión fiscal que vizcaínos y alaveses? ¿Habrá llegado a Euskadi la competencia entre administraciones? La idea es atractiva, pero los partidos, todos los partidos, conseguirán que sea imposible. Euskadi vive en una ficción política. Hemos ideado un complicado y costoso sistema institucional, inspirado en vehementes apelaciones a los principios de autonomía y subsidiariedad, bajo el objetivo no declarado de neutralizar sus potencialidades mediante la "armonización". Y surge la pregunta, ¿qué pasaría sin ...

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¿Será posible que, gracias a los acuerdos de Bildu y PSE, los guipuzcoanos soporten mayor presión fiscal que vizcaínos y alaveses? ¿Habrá llegado a Euskadi la competencia entre administraciones? La idea es atractiva, pero los partidos, todos los partidos, conseguirán que sea imposible. Euskadi vive en una ficción política. Hemos ideado un complicado y costoso sistema institucional, inspirado en vehementes apelaciones a los principios de autonomía y subsidiariedad, bajo el objetivo no declarado de neutralizar sus potencialidades mediante la "armonización". Y surge la pregunta, ¿qué pasaría sin armonización? ¿Por qué no podemos, de una vez, "desarmonizarnos"?

La crítica al régimen foral no es inocente: busca centralizar el poder y cercenar los ínfimos niveles de autonomía que restan a la ciudadanía. Sin foralidad, la masiva subida de impuestos que prepara el lehendakari para la clase media (la única "mejorable" en sus tipos impositivos, porque es la única cautiva, a través de una metódica y cruel expoliación de las rentas del trabajo) sería más fácil de aplicar. Pero el régimen foral también ha padecido la utilización interesada del nacionalismo, que cuando monopolizaba las instituciones imponía la uniformidad. No tiene sentido defender la autonomía foral para inutilizarla al día siguiente con un enjambre de comisiones armonizadoras. Al margen del provechoso concierto económico, la recuperación de la foralidad ha sido uno de los fenómenos más curiosos del derecho político contemporáneo: levanta una enorme estructura administrativa, al amparo de la autonomía interna, pero descarta acto seguido el ejercicio coherente de la misma.

Nada espantaría más a unos y a otros que la existencia de una verdadera diversidad normativa, fruto de una auténtica autonomía foral. Esta posibilidad pone a los partidos los pelos como escarpias, porque de inmediato la ciudadanía tomaría sus propias decisiones: cambios de domicilio personal o social, inversiones de capital o inmobiliaria en uno u otro territorio, competencia entre servicios públicos de distintas administraciones... Que esto sea posible constituye la pesadilla de toda partitocracia, de modo que la recuperación de un pequeño margen de libertad privada, en el ámbito fiscal o en la elección de servicios públicos, está rigurosamente proscrita.

La definitiva estructuración institucional de Euskadi sigue en suspenso. Las opciones políticas tendrán proyectos distintos, pero todas coinciden en algo: que el actual desbarajuste, con un gobierno débil y tres diputaciones en manos de tres fuerzas distintas, no proporcione un ápice de autonomía real a la ciudadanía. En este objetivo prioritario los partidos querrán, podrán y sabrán llegar a acuerdos. Retóricamente forales, pero férreamente uniformizados. Autónomos de iure, pero armónicos de facto. Ese es nuestro paradójico destino.

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