Columna

Quemar banderas

La imagen de varios jóvenes encapuchados quemando la bandera española en la Diada de Cataluña nos trae, ay, muchos recuerdos. En los cajones de nuestras retinas abundan esos fuegos simbólicos, preámbulo, comparsa o acompañamiento de otros fuegos menos simbólicos. A mí me recuerda una estupenda novela que he leído hace poco: Padre Patria, de Vicente Carrión (Hiria). En ella, Silvia, una chica recién ennoviada con el protagonista, asiste a su primera cena con la cuadrilla de éste en la localidad de Altzaga, en el Goierri gipuzcoano. Los jóvenes, alegres y combativos, deciden resarcirse de...

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La imagen de varios jóvenes encapuchados quemando la bandera española en la Diada de Cataluña nos trae, ay, muchos recuerdos. En los cajones de nuestras retinas abundan esos fuegos simbólicos, preámbulo, comparsa o acompañamiento de otros fuegos menos simbólicos. A mí me recuerda una estupenda novela que he leído hace poco: Padre Patria, de Vicente Carrión (Hiria). En ella, Silvia, una chica recién ennoviada con el protagonista, asiste a su primera cena con la cuadrilla de éste en la localidad de Altzaga, en el Goierri gipuzcoano. Los jóvenes, alegres y combativos, deciden resarcirse de la última "humillación" infligida por la Ertzaintza quemando una bandera española. Ante esta iniciativa, Silvia expresa audazmente su opinión: "Si tú te crees con derecho a quemar la bandera española supongo que reconocerás a otros el derecho a quemar la ikurriña, porque si no, haces trampa. En todo caso, lo de jugar a quemar banderas me parece una chiquillada, seguro que luego os meáis en la cama". Las caras de los presentes debían de ser, sin duda, un poema.

Hace unos días, el consejero de Interior, Rodolfo Ares, anunciaba que "la kale borroka ha desaparecido de nuestros pueblos y ciudades". Se refería a este verano casi concluido y se abstuvo de añadir "por siempre jamás", pretensión que casa mejor con la atmósfera etérea de los cuentos que con la turbia realidad. Ocurre que los escépticos y los esperanzados a veces nos fundimos, parecemos la misma persona y hasta es posible que lo seamos. La novela de Carrión transcurre en un período dolorosamente cercano, entre el 1995 del entierro de Lasa y Zabala, el lazo azul o el secuestro de Aldaya, y el febrero de 2000 del asesinato de Fernando Buesa. Entre esos años asistimos a la maduración de Aitor, hijo de un etarra asesinado por los GAL, que comienza a cuestionarse todo el adoctrinamiento recibido en su entorno; en parte, como adivinarán, por la influencia de la sin par Silvia. Nos encontramos ante una bildunsgroman a la vasca, que emociona y atrapa desde el primer momento. Un retrato de esa juventud que, durante tantas décadas, ha quedado atrapado en la tela de araña de su propio relato épico y revolucionario. ¿Es posible salir, hay esperanza para tantos jóvenes pervertidos por la "pedofilia política" -en la inspirada denominación de Imanol Zubero-?

La novela aboga por un rotundo sí. Aitor "había crecido creyendo que las diferencias ideológicas eran insalvables, que las barreras de clase y de posición política impedirían todo acercamiento humano al enemigo". Y ahora se daba cuenta de que no son las ideas compartidas la base de los vínculos afectivos, sino que "son los afectos compartidos los que determinan las complicidades ideológicas". Comprenderlo significa que no hay banderas que quemar ni Patrias que glorificar. Sólo las pequeñas patrias de una común humanidad que hay que cuidar y fecundar.

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