Columna

Gordos y delgados

Explorando los fondos de alguna balda doméstica (todas las bibliotecas guardan grandes secretos) encuentro un libro de chistes ilustrados que perteneció a mi padre, con viñetas de un célebre dibujante de los años veinte y treinta del pasado siglo: Xaudaró. Recuerdo que mi padre me pidió encarecidamente que lo leyera, tan divertidos le parecieron siempre aquellos chistes, pero creo que nunca le di ese placer. Los jóvenes prodigan a sus padres crueldades nimias, tan insignificantes como gratuitas. A mí, el libro me parecía detestable: estaba ya muy viejo, el papel era amarillento y aquellas desv...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Explorando los fondos de alguna balda doméstica (todas las bibliotecas guardan grandes secretos) encuentro un libro de chistes ilustrados que perteneció a mi padre, con viñetas de un célebre dibujante de los años veinte y treinta del pasado siglo: Xaudaró. Recuerdo que mi padre me pidió encarecidamente que lo leyera, tan divertidos le parecieron siempre aquellos chistes, pero creo que nunca le di ese placer. Los jóvenes prodigan a sus padres crueldades nimias, tan insignificantes como gratuitas. A mí, el libro me parecía detestable: estaba ya muy viejo, el papel era amarillento y aquellas desvaídas viñetas, llena de gente con extraños atuendos, no me atraían lo más mínimo.

Pero, hoy, he abierto el libro y Xaudaró me ofrece la mirada de otro tiempo. A principios del siglo XX, la representación de las clases sociales era nítida y rotunda: los ricos aparecían invariablemente gordos, mientras que los pobres eran famélicos, escuálidos, exánimes: la esdrújula ofrecía el mejor retrato de la miseria. Uno de los grandes cambios en nuestro imaginario es la inversión de aquella relación que vinculaba opulencia con gordura y pobreza con delgadez. Ahora es al revés: los ricos lucen cuerpos estilizados y hacen de su ostentación una más de las diferencias de clase. En ello colaboran, por cierto, algunas abusivas categorías de ricos como actores, cantantes y deportistas. La gordura, en cambio, es ya característica de personas desfavorecidas por la fortuna. Uno transita por el supermercado y asoma la estremecedora ecuación que relaciona los cuerpos voluminosos con los mínimos ingresos e, incluso, la escolaridad elemental.

Pero esta inversión en los papeles suscita algunas reflexiones. La primera, que los pobres sean gordos puede ser preocupante, pero no tan preocupante como la verdadera desnutrición. Las grasas animales serán malas, pero la estupidez de repetir ese dogma higienista olvida que sólo tiene sentido en una sociedad ahíta de comida. La segunda, que una de las implacables leyes de la diferenciación social es la constante huida de los ricos hacia lugares, estéticas e ideas donde los pobres no puedan seguirles. El pobre emula al rico en sus idas y venidas, pero cuando el pobre cruza cierto umbral el rico ya lo ha abandonado. Esa arritmia determina la estética de lo hortera. La moda, el lujo, son vías de fuga gracias a las que el rico huye de los hábitos del pobre. Ahora, al lujo, se le ha unido el gimnasio.

Cuando el hambre aún existe en algunos países del mundo, que los pobres sean gordos es una de las demostraciones de que vivimos en la sociedad de la opulencia. Pero hay una última reflexión, que revela la ideología dominante en nuestra sociedad, la sociedad del espectáculo: de pronto caigo en la cuenta de que las más farisaicas manifestaciones de inquietud social surgen de personas que lucen un tipo estupendo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En