Columna

Un heredero en Gernika

El octogésimo aniversario de la II República reabrió el debate sobre la monarquía. Entre los defensores de esta prosperan los llamados juancarlistas: confiesan que no les gusta la monarquía, pero sí las virtudes "accidentales" de Juan Carlos y la necesidad de mantener la institución, siquiera durante su mandato. Es decir, no ser monárquico, pero sí juancarlista, queda bien. Me pregunto cómo quedamos, entonces, los más extravagantes, que apreciamos las ventajas de una jefatura hereditaria, pero no sentimos particular simpatía por el actual residente en el asiento.

Una jefatura de Estado ...

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El octogésimo aniversario de la II República reabrió el debate sobre la monarquía. Entre los defensores de esta prosperan los llamados juancarlistas: confiesan que no les gusta la monarquía, pero sí las virtudes "accidentales" de Juan Carlos y la necesidad de mantener la institución, siquiera durante su mandato. Es decir, no ser monárquico, pero sí juancarlista, queda bien. Me pregunto cómo quedamos, entonces, los más extravagantes, que apreciamos las ventajas de una jefatura hereditaria, pero no sentimos particular simpatía por el actual residente en el asiento.

Una jefatura de Estado ajena a la bronca partidista es saludable y algo aún más importante: es de buen gusto. Mantiene la legitimidad del sistema y lo protege del diario vapuleo que se prodigan las distintas facciones. Por supuesto, un cargo de ese carácter no tiene por qué ser hereditario. La presidencia de la República Federal de Alemania funciona como una alta magistratura, simboliza la estabilidad del estado y la permanencia de sus valores. Pero es una excepción: los partidos políticos tienden a ocupar todo el espacio. No hay cargo elegible que un partido no aspire a controlar.

Curiosamente, los críticos de la monarquía no extienden su crítica a otros regímenes hereditarios: aquellos en que el jefe no sólo lee discursos, sino que además tiene derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Para muchos la figura de Juan Carlos no es agradable, pero, ya que sólo pronuncia discursos, apenas puede dañar el oído. Muy distinto es el caso de gobernantes hereditarios como Kim Jong Il o Raúl Castro, que oprimen a sus pueblos y acallan conciencias: esos reinos sí que exigen urgente abolición.

Pero la reflexión tiene aplicaciones más cercanas. La Lehendakaritza contaba con un gran capital histórico e institucional, acumulado en la noche del franquismo por la figura de José Antonio Aguirre. Siquiera por inercia, pudieron mantenerla los siguientes lehendakaris. La era Ibarretxe inauguró la caza del lehendakari, una caza que, desde otros parámetros, mantienen los nacionalistas sobre Patxi López. Así, la institución se ha vuelto vulnerable. La conducta persecutoria contra Ibarretxe o las groseras descalificaciones personales contra López han oscurecido la máxima expresión del poder político vasco.

Y no contar con una máxima institución ajena a la contienda política juega, a largo plazo, en contra de la misma idea nacional. Paradójicamente, los nacionalistas que hoy sacuden al lehendakari contribuyen a oscurecer una institución que decisivamente colaboraron a formar. Si un lehendakari no es respetado por todos, sino cada uno sólo por los suyos, quien pierde es la institución. Un máximo dirigente no elegido, que se aburriera paseando por los melancólicos jardines de la Casa de Juntas, tendría mayor utilidad de la que imaginan los numerosos republicanos del paisito.

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