Análisis:ANÁLISIS

El limbo ya no existe

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Pese a todas las discusiones éticas y las reformas legales, los embriones sobrantes de los tratamientos de fertilidad siguen acumulándose en un postergado limbo de nitrógeno líquido. La situación, que ya era engorrosa hace 10 años y ahora está a punto de hacerse inadmisible, pone en evidencia un problema mal resuelto por el legislador. Una zona de penumbra que la Comisión Nacional de Reproducción Asistida debe reexaminar y resolver sin más demoras. La cuestión de fondo es que la destrucción de los embriones se ha tratado como un tabú, o como una patata caliente que todo el mundo quiere quitars...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Pese a todas las discusiones éticas y las reformas legales, los embriones sobrantes de los tratamientos de fertilidad siguen acumulándose en un postergado limbo de nitrógeno líquido. La situación, que ya era engorrosa hace 10 años y ahora está a punto de hacerse inadmisible, pone en evidencia un problema mal resuelto por el legislador. Una zona de penumbra que la Comisión Nacional de Reproducción Asistida debe reexaminar y resolver sin más demoras. La cuestión de fondo es que la destrucción de los embriones se ha tratado como un tabú, o como una patata caliente que todo el mundo quiere quitarse de encima. El protocolo actual pretende pasarle la patata a los padres, que son quienes deciden si sus embriones sobrantes pueden destinarse a su adopción por otras parejas, a proyectos de investigación biomédica o, simplemente, a su destrucción.

Más información

Como parece lógico, la mayoría de las parejas optan por una de las dos primeras. Y, como también parece lógico, el problema es que ni la adopción ni la investigación tienen la suficiente demanda como para absorber todo ese exceso de material biológico.

Más aún: cuando los embriones llevan congelados más de cinco años, ni siquiera es posible utilizarlos para esos fines. La libre decisión de los padres nunca va a resolver este problema. Esos embriones no tienen otra salida que su destrucción, y deben ser las autoridades quienes la permitan -o más bien la exijan- sin margen de ambigüedad. Las clínicas, que son las principales perjudicadas por la acumulación de material en sus tanques, no pueden tomar esa decisión mientras no tengan garantías sobre su seguridad jurídica.

Y parece obvio que ahora no las tienen.

La Iglesia católica y los sectores sociales próximos a ella opinan que un óvulo fecundado, y por tanto también un embrión de dos semanas, es un ser humano a todos los efectos morales y jurídicos. La perspectiva de vaciar los tanques de nitrógeno líquido de las clínicas les parece equivalente a un genocidio, si no peor. Pero el legislador no puede actuar movido por esa opinión eclesiástica, o tendría que prohibir el aborto en todo supuesto y circunstancia. La ley debe permitir a las clínicas que destruyan los embriones a los cinco años de su congelación. Aun cuando haya que bautizarlos antes, como llegó a proponer una asociación católica hace unos años. No sería la primera vez que una idea absurda compensa a otra.

Archivado En