Columna

Papel pintado

Papel pintado, sí, pero no vamos a hablar de decoración: echemos mano a la cartera. ¿Qué encuentra dentro de ella, amable lector? Seguro que guarda unos cuantos papelitos con números inscritos y junto a ellos una leyenda, en alfabeto griego y latino, que dice "euros". Papeles parecidos emiten los Estados. Ahora, al menos en Europa, los emite una instancia superior, pero que mantiene una característica estatal: todo lo que dicta es obligatorio y ningún ciudadano puede ejercer la objeción de conciencia.

Llegará el día (ojalá no lo veamos, ni lo vean nuestros nietos) en que la burbuja econ...

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Papel pintado, sí, pero no vamos a hablar de decoración: echemos mano a la cartera. ¿Qué encuentra dentro de ella, amable lector? Seguro que guarda unos cuantos papelitos con números inscritos y junto a ellos una leyenda, en alfabeto griego y latino, que dice "euros". Papeles parecidos emiten los Estados. Ahora, al menos en Europa, los emite una instancia superior, pero que mantiene una característica estatal: todo lo que dicta es obligatorio y ningún ciudadano puede ejercer la objeción de conciencia.

Llegará el día (ojalá no lo veamos, ni lo vean nuestros nietos) en que la burbuja económica más fabulosa de la historia estallará. Y todo comenzará porque a alguna persona, en algún lugar del mundo, se le ocurrirá dudar del poder liberatorio de las deudas que tienen esos papelitos. Entonces la desconfianza, luego el miedo y por fin el pánico se extenderán de forma irresistible, el mismo pánico que explica todas las crisis económicas y todas las burbujas de la historia: la de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII, la histeria inflacionista de la República de Weimar, el furor que desataron las acciones tecnológicas, o el actual pinchazo inmobiliario. Y a medida que crezcan el miedo y el pánico los papelitos pintados que imprimen los Estados empezarán a ser objeto de sospecha, la gente dejará de creer en su fuerza mágica, intentará desprenderse de ellos, al principio comprando cosas que considere valiosas, más tarde comprando cosas útiles y al final, en medio de la desesperación, comprando cualquier cosa.

Ese día, sin duda alguna, marcará la extinción definitiva de la civilización. El mercado financiero explotará, con él se vendrán abajo la convivencia y el orden. Los que sobrevivan ya no dispondrán de tiempo para elucubraciones de ética barata: bastante tendrán con encontrar algo que comer y con empuñar un arma para seguir vivos. No habrá tiempo para repetir el discurso al uso: que la culpa de todo es de los ricos, de los especuladores, de los avariciosos; que somos víctimas de poderosas corporaciones; que los Estados, tan buenos pero tan débiles, los pobres, no pueden hacer nada. Y entonces, como ahora, nadie acertará a señalar el verdadero origen de todas las burbujas: poderes públicos que suscitan histéricas expansiones crediticias bajando el precio del dinero, poderes públicos que amparan con sus leyes a los bancos para que presten dinero que no tienen, poderes públicos que además siguen imprimiendo más y más papelitos, mientras convencen a la gente de que la culpa de todos sus problemas es la codicia.

La codicia es la culpable, dicen los moralistas de mercadillo. Y nosotros lo admitimos sin problemas, ya que estamos seguros de que la auténtica codicia siempre es la de los otros. Lo nuestro no es codicia. Lo nuestro son derechos inalienables.

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