Columna

Ganas de protestar

Esta columna no va de la ley anti-tabaco pero empieza con una anécdota que tiene que ver con la nueva prohibición. Vivo enfrente de un parque infantil, situado a unos 60 metros de mi portal. Uno de los obreros que me están haciendo insufribles las mañanas (obras en el piso de arriba, ya se imaginan) se enciende un cigarrillo en la puerta del edificio. Un padre, que juega con su chaval en el parque, empieza a gritarle muy agitado: ¡Apaga ese cigarrillo o llamo a los municipales!" Su vociferante reacción no se apaga hasta que el cigarro del obrero es arrojado al suelo.

Como he dicho no qu...

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Esta columna no va de la ley anti-tabaco pero empieza con una anécdota que tiene que ver con la nueva prohibición. Vivo enfrente de un parque infantil, situado a unos 60 metros de mi portal. Uno de los obreros que me están haciendo insufribles las mañanas (obras en el piso de arriba, ya se imaginan) se enciende un cigarrillo en la puerta del edificio. Un padre, que juega con su chaval en el parque, empieza a gritarle muy agitado: ¡Apaga ese cigarrillo o llamo a los municipales!" Su vociferante reacción no se apaga hasta que el cigarro del obrero es arrojado al suelo.

Como he dicho no quiero redundar en el tema de la nueva ley ya que se ha escrito muchísimo sobre ella. Me apetece hablar más bien de la ley como motor para una de la mayores aficiones del ser humano: el deseo de que algo malo suceda para poder tener una respuesta airada. Lo que quiero decir es que en nuestra naturaleza anidan las ganas de que se cometa algo contra nuestros principios porque así podremos protestar, patalear y desahogarnos. Necesitamos una excusa para lanzarnos a la yugular porque de hacerlo sin un inicio que provocara la confrontación nos tomarían por locos. Es como el que se sienta al lado de la puerta de emergencia de un avión y no deja de mirar la manilla que la abre, tentado por la posibilidad de provocar el desastre. En el caso de la ley anti-tabaco, esta reacción virulenta juega por partida doble, como una carretera de dos direcciones. Para los que están en contra sirve de pistoletazo de salida para criticar al gobierno por sus alocadas medidas. Quienes estén a favor de la prohibición y además tengan ganas de denunciar (y de bronca) el hecho de ver alguien encendiéndose un pitillo en un bar puede alegrarles el día.

Digo que estas ganas de ser provocado están en nosotros de forma natural porque es algo que sucede en todos los ámbitos. Un partido político en la oposición siempre desea que algo horrible suceda en el país porque así tendrá armas para criticar al gobierno. Un aficionado al fútbol desea que Cristiano Ronaldo haga una entrada al jugador de su equipo pues eso justificará los insultos que arde en deseos de proferir. Un conductor suspira por un peatón que pasa un semáforo en rojo para poder así darle un bocinazo. Tenemos ganas de que las cosas se hagan mal para acogernos al derecho a protestar, para sacar la mala leche que llevamos dentro, porque si no la sacamos, explotaremos sin venir a cuento. Tenemos una necesidad ridícula por ser mártires, por ser víctimas de lo que sea, cuando en realidad lo que nos pasa es que tenemos una mala uva acumulada de tres pares de narices y no necesitamos más que un pequeño chasquido para convertirnos en la niña de El exorcista.

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