Columna

El electricista jubilado

Los periódicos amanecen día tras día cuajados de noticias que indignan, asquean, intrigan, interesan o dejan indiferente al lector. Y, de vez en cuando, en ese batiburrillo de datos y opiniones, la semilla de un personaje, de una trama novelesca. Como, por ejemplo, Pierre Le Guennec, ese electricista jubilado que ha guardado en su casa, durante cuarenta años y como si tal cosa, 271 obras desconocidas de Picasso. ¡271 obras! Según él, regaladas por el genio cuando se ocupaba de la instalación eléctrica de sus casas, en la última etapa de su vida en Cannes. Cosa poco creíble, según los herederos...

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Los periódicos amanecen día tras día cuajados de noticias que indignan, asquean, intrigan, interesan o dejan indiferente al lector. Y, de vez en cuando, en ese batiburrillo de datos y opiniones, la semilla de un personaje, de una trama novelesca. Como, por ejemplo, Pierre Le Guennec, ese electricista jubilado que ha guardado en su casa, durante cuarenta años y como si tal cosa, 271 obras desconocidas de Picasso. ¡271 obras! Según él, regaladas por el genio cuando se ocupaba de la instalación eléctrica de sus casas, en la última etapa de su vida en Cannes. Cosa poco creíble, según los herederos del pintor: Picasso era generoso, pero no tanto, y desde luego no regalaba a centenares, y menos sin firmar y datar. ¿Obras robadas, entonces? Habrá que verlo y, si es así, otra incógnita: ¿por qué lo ha hecho público ahora?

Apenas vienen muchos más datos en los medios: abramos pues la veda a la fantasía. Me he preguntado si él y su mujer los tendrían colgados en las paredes o escondidos bajo siete llaves. Parece que ninguna de las dos cosas: según Le Monde, estaban recogidos sencillamente en carpetas de dibujo. El nivel de vida del matrimonio, por lo demás, era el propio de un electricista, sin muchos lujos. Y he aquí la avalancha de preguntas que se me ocurren: ¿qué relación habrán guardado el señor y la señora Le Guennec con los dibujos durante todos estos años? ¿Los habrán visto únicamente como un seguro, una pensión de jubilación, como quien guarda unas joyas para una época de vacas flacas? ¿Entenderán algo de pintura? ¿Sabrán apreciar lo novedoso, lo expresivo de esas obras, más allá de su evidente valor crematístico? ¿Los habrán tomado a menudo para observarlos a la luz de la ventana, para acariciarlos incluso? ¿Habrán sentido de manera cotidiana su presencia, tal vez como bendición, tal vez como maldición? ¿De pronto, en medio de la gente, se habrán sentido especiales por guardar ese secreto?

Es curioso; no soy novelista, pero entiendo que ése debe ser el mecanismo de arranque de una novela. Unos personajes como ésos, esbozados en una página de periódico. O simplemente la idea de alguien que guarda durante cuarenta años un tesoro en su casa. Por supuesto, no tiene por qué ser un tesoro tan multimillonario. Puede ser algo de valor puramente sentimental. Como esos padres que guardan en carpetas o cajas los dibujos y escritos de sus hijos pequeños. Imagínense que, cuarenta años más tarde, de pronto, se los regalan. Es imposible que algo así deje indiferente a una persona. O imagínense que un joven escribe en un cuaderno sus aspiraciones vitales, las ilusiones y proyectos que espera poder llevar a cabo a lo largo de su vida. Y entierra el cuaderno en algún lugar, con el firme propósito de no recuperarlo hasta que pasen cuarenta años. La vida está preñada de posibilidades insospechadas. Eso es lo hermoso. Eso es lo terrible.

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