Crónica:LA CRÓNICA

Sirenita, sirenita, ¿dónde estás?

Me encantan las sirenas. Toda la vida he ido tras ellas. Una vez arrastré a mi familia a una enloquecida visita a un museo de la navegación en la Torre Solidor de Saint-Malo solo porque había leído que exhibían una sirena -fue una decepción: era una sirena, sí, pero de barco; las niñas no me lo han perdonado-. En otra ocasión vi una de verdad, en Venecia, procedía de su museo de historia natural: era horrenda, estaba hecha con un pez y un mono; tenía uñas y unos ojos rojos de basilisco. Comprenderán mi emoción el pasado miércoles en Copenhague al acudir al encuentro tantas veces soñado con la ...

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Me encantan las sirenas. Toda la vida he ido tras ellas. Una vez arrastré a mi familia a una enloquecida visita a un museo de la navegación en la Torre Solidor de Saint-Malo solo porque había leído que exhibían una sirena -fue una decepción: era una sirena, sí, pero de barco; las niñas no me lo han perdonado-. En otra ocasión vi una de verdad, en Venecia, procedía de su museo de historia natural: era horrenda, estaba hecha con un pez y un mono; tenía uñas y unos ojos rojos de basilisco. Comprenderán mi emoción el pasado miércoles en Copenhague al acudir al encuentro tantas veces soñado con la sirena de las sirenas, el gran arquetipo: la Sirenita.

Madrugué porque quería reunirme con ella a solas: nunca sabes lo que puede surgir en una primera cita. Con los nervios me olvidé de abrigarme, así que al poco de caminar hacia el Kastellet y el puerto estaba aterido. Lloviznaba y la temperatura era de cero grados. Los únicos seres vivos en el trayecto, aparte de los soldados de altos gorros de la guardia real apostados en el Amalienborg Slot -todos con dos piernas-, eran las urracas y las cornejas. Avancé al borde del agua temblando como una hoja mientras me atravesaba un viento gélido: congelado La Sirena. Ya me habían avisado de que la Sirenita era pequeña, pero, diablos, no conseguía dar con ella. Ni que fuera el guisante de la princesa. Desplegaba una y otra vez mi mapa con los dedos rígidos y marchaba arriba y abajo sin encontrarla. No me animó toparme con el busto del gran explorador polar Ejnar Mikkelsen: parecía tan perdido y desamparado como yo. Lo dejé atrás y continué, maldiciendo todo lo danés -Andersen, Kierkegaard, Harald Diente Azul, Hamlet, las galletas-, y de paso, a Disney.

Finalmente, hecho una piltrafa y a punto de llorar de frío y desesperación, componiendo una estampa digna de la pequeña cerillera, vi pasar una gabarra pilotada por un tipo rudo muy abrigado. "¡¿Little Mermaid?!", inquirí a gritos haciendo bocina con las manos. Señaló vagamente hacia el horizonte y respondió: "¡China!". Caí en la cuenta: se la llevaron en marzo a Shanghai, para la Expo y no vuelve hasta fin de mes. Maldije. Tantos años soñando con la j... Sirenita, que lleva un siglo en el mismo sitio, y se me ocurre ir a verla cuando está de viaje. Me quedé con cara de tonto ante las rocas peladas. Me pareció ver un percebe, pero claro, no es lo mismo. Como no tenía a quién protestar regresé ante la estatua de Ejnar. "Pero cómo se les ocurre, hombre", me explayé, "¿se imagina que nosotros quitáramos la Sagrada Familia?; ¿sabe usted la decepción que estoy sufriendo?". El explorador permaneció frío ante mi indignada explosión. Es cierto que la Sirenita probablemente ha sido feliz en Shanghai: en su emplazamiento original la han mutilado varias veces, por no hablar de la ocasión en que la arrancaron de su roca con dinamita o cuando le pusieron -no leáis, niños- un consolador en la mano...

Regresé por donde había venido, mascullando mi rencor. Y entonces, la vida tiene esas cosas, que te compensa, topé con Anders Lassen, Andy. Era él, sin duda, con su boina de comando y su mirada arrojada; uno de los mayores héroes de la II Guerra Mundial. ¡Qué tipo!: cuando los nazis invadieron Dinamarca se apuntó a las fuerzas especiales británicas y vivió aventuras sin cuento. Incluso usaba arco y flechas contra los alemanes. Ganó la Cruz Victoria -déjenme añadir la curiosidad de que la más alta condecoración de Gran Bretaña la consiguió también otro danés, en la I Guerra Mundial: el hermano de Karen Blixen, Thomas Dinesen-. Me pareció raro encontrármelo, a Andy, porque lo mataron los alemanes arteramente en Italia, pero era su estatua. Fue el preludio a una maravillosa visita al Museo de la Resistencia Danesa (si tenían pensado ir a ver a la Sirenita, déjenlo y vayan directamente al museo). Solo les diré que exhiben el parche de ojo que llevaba Himmler para camuflarse cuando lo atraparon y un trocito de piel de un voluntario danés en las SS, con las runas tatuadas. Es un museo muy honesto, que recuerda que muchos paisanos lucharon en el bando nazi y que lo de que el rey Christian X se puso la amarilla estrella de David es una trola. Seamos justos: la resistencia danesa no habrá sido la repera, como lo fue la noruega, pero hubo un puñado de gente que se jugó el pellejo (y se lo dejó). Ahí está el suéter de Tage Nielsen, con el agujero causado por el disparo de un francotirador alemán cuando iba a recoger un envío de armas. Y Andy, y el as de caza Kaj Birksted, que voló en la RAF y del que también hay una estatua afuera, con la encendida inscripción "Per ardua ad astra" -"por la adversidad a las estrellas": ¡qué gran lema para mi jornada!-.

Con tanta emoción, ¿quién necesita una sirena?

El emplazamiento de la Sirenita, sin la Sirenita, el miércoles pasado en el puerto de Copenhague.
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