Columna

Peces de cultura

Dice, con infinita y exquisita ironía, el protagonista del Orlando de Virginia Woolf: "Todos esos años había imaginado que la literatura era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad, vestido de gris, hablando de duquesas". Esas palabras, escritas hace casi un siglo, contienen un diagnóstico y una inquietud que parecen pensadas para el estado actual de la cultura. Y es que, siguiendo agradecidamente a Woolf, siempre habíamos creído que la cultura era algo ardiente, osado...

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Dice, con infinita y exquisita ironía, el protagonista del Orlando de Virginia Woolf: "Todos esos años había imaginado que la literatura era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad, vestido de gris, hablando de duquesas". Esas palabras, escritas hace casi un siglo, contienen un diagnóstico y una inquietud que parecen pensadas para el estado actual de la cultura. Y es que, siguiendo agradecidamente a Woolf, siempre habíamos creído que la cultura era algo ardiente, osado, indómito, y por ello imprescindible; y he aquí que la cultura es, cada vez más o mayormente, un político o responsable institucional hablando de recortes. Es decir, evidenciando que la cultura es, si no prescindible, al menos sí desplazable a un segundo plano, o a la segunda fila de las prioridades de una sociedad y/o de sus Gobiernos.

No puedo estar, naturalmente, más en contra de esa representación de la cultura en recortables, y de las "imágenes" que instala: por ejemplo, la de que la cultura sería una suerte de producto suntuario -que sólo podemos permitirnos en épocas de opulencia- y no un artículo de primera necesidad -que hay que defender, sobre todo, en periodos de hambre-. La imagen también de una (otra) forma de fatalismo contable, como si la inversión cultural fuera sólo cuestión de dinero; y como si, frente a la lógica del dinero menguante, lo único que se pudiera hacer es menguarse o achantarse en todo.

La cultura es, sin embargo, uno de los terrenos donde los seres humanos menos se han achantado a lo largo de su tormentosa historia; el territorio donde más y mejor se ha ejercitado su imaginación y su rebeldía, y amparado su felicidad. Por ello, es en los momentos más duros cuando más debería invertirse en cultura y cuando más debería agitarse la imaginación. Y no hace falta tampoco tanta para representarse que ha llegado el momento, visto el ahogo de las finanzas públicas, de plantearse en serio la activación del mecenazgo -tenemos en Euskadi facilidades para ello dada nuestra capacidad de decisión fiscal-, el mecenazgo en todas sus modalidades: grande y pequeño; material y no sólo, que hay mimbres para el voluntariado cultural; para el intercambio ágil, de espacios y talentos privados; para la sustitución de dinámicas "clásicas" -como acabar todos los eventos con cenas y alojar a todo el mundo en hoteles- por otras mucho menos costosas en dinero y más valiosas en sustancia -en otros países es normal, por ejemplo, que los invitados se alojen en casas privadas-.

Y el momento también de replantearse la escala de las inversiones culturales, la legitimidad y la inteligencia de colocar el grueso de los presupuestos en unos pocos proyectos que arrastran y ahogan en sus redes a casi todos los demás, a los peces pequeños de la cultura que, como pasa en el mar, son los que contienen más futuro.

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