Columna

En memoria de Fogwill

Hace unos días moría nuestro amigo, el escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill, sobre el que tantas leyendas corren. Muchas de ellas malintencionadas; otras, sin duda, fruto del amor de Fogwill por la polémica. Nos convertimos en sus editores de la manera más simple: a través de un correo electrónico, que escribimos llevados por nuestro entusiasmo. Fog, como lo llamábamos, respondió enseguida, y enseguida también llegamos a un acuerdo para publicar uno de sus libros, al que luego siguieron dos más. Con una generosidad y un buen talante que iba en contra de esa fama de relaciones conflictiva...

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Hace unos días moría nuestro amigo, el escritor argentino Rodolfo Enrique Fogwill, sobre el que tantas leyendas corren. Muchas de ellas malintencionadas; otras, sin duda, fruto del amor de Fogwill por la polémica. Nos convertimos en sus editores de la manera más simple: a través de un correo electrónico, que escribimos llevados por nuestro entusiasmo. Fog, como lo llamábamos, respondió enseguida, y enseguida también llegamos a un acuerdo para publicar uno de sus libros, al que luego siguieron dos más. Con una generosidad y un buen talante que iba en contra de esa fama de relaciones conflictivas con sus editores. Accedió, dijo, porque le gustaba el catálogo de Periférica. Y, esto es importante, porque éramos una editorial "chiquita". Lo conocimos en persona en marzo pasado: vino a España para participar en un ciclo de conferencias. Coincidió este viaje con el lanzamiento en nuestra editorial de una nueva edición, revisada, de Los pichiciegos, su novela más famosa, la más legendaria... Hasta entonces sólo habíamos intercambiado correos electrónicos: llenos de juegos de palabras, siempre mordaces, divertidos, poco solemnes. Y muchas llamadas telefónicas... Le gustaba hablar por teléfono, saber de viva voz qué tal iba todo por aquí. Compartimos ratos de espera, comidas, conversaciones con periodistas y lectores (Fogwill era un escritor con verdaderos fans), trayectos en tren y taxi. Incluso se alojó varios días en la habitación-cocina-baño que reservamos en la "sede" de Madrid para nuestros autores extranjeros. En la charla cotidiana era afable, cordial, siempre interesado en la vertiente casi insignificante de las cosas. Con él hablábamos, más que de libros o autores, de nuestras familias, y él siempre tenía palabras para sus cinco hijos... Hablaba de ellos con pasión: de lo que hacía cada uno, de cómo se ocupaba de los más pequeños varios días a la semana, de cómo cocinaba para ellos fideos al estilo "fogwill". Apreciaba mucho a quienes eran buenos padres: era algo que siempre destacaba al hablar de un tercero. Nos escribía preguntándonos sobre Extremadura, donde nació Periférica, desde donde aún trabajamos... Y nos preguntaba también sobre las ovejas cuya leche son parte esencial de la famosa torta del Casar, que probó aquí. Hacía chistes sobre las ovejas y el sexo con ovejas. Hacía chistes sobre el sexo entre editores. Tenía una risa alta y contagiosa. Le gustaba la música clásica y cantaba francamente bien. Con ese aire de hombre de mundo, elegante incluso en zapatillas. Le gustaba la gente, toda la gente con la que se cruzaba: el portero del hotel, los asistentes de Renfe, los fotógrafos, los camareros, los taxistas. Les preguntaba sus nombres, sus procedencias, sus circunstancias, con el mayor interés. A una conocida crítica literaria de origen alemán le hizo un riguroso análisis etimológico de su apellido y le cantó un lied de Schubert. Acumulaba los saberes más insólitos. Recordaba y recitaba poemas extensísimos. En el AVE le hizo tres o cuatro fotos a la velocidad. No tenía ningún pudor y le encantaban las fotos, hacer poses estrafalarias. Hablamos con él de cine "antiguo", sobre todo de Fresas salvajes, la película de Bergman, que le gustaba mucho; por eso nos regaló una preciosa colección de películas de Ozu. Lo primero que hizo al llegar a la editorial, a Madrid, al regreso de su gira de conferencias, fue ponerse a fregar los platos, a ordenar la cocina, como si fuera su casa o la de alguno de sus hijos. Nos dejó, ¿olvidados?, un chocolate raro y delicioso, suizo; un paquete de Marlboro a medias y una nota sobre él que acababan de publicar en catalán pegada con un imán en la puerta de la nevera. Hace poco hemos leído, en una crónica de su velatorio, que alguien dijo que Fogwill quería pasar por un negociante aunque en el fondo era un romántico. No podemos estar más de acuerdo.

Paca Flores y Julián Rodríguez son los editores de Periférica, y han publicado tres libros de Fogwill: Help a él, Un guión para Artkino y Los pichiciegos. Fogwill (Buenos Aires, 1941-2010) era colaborador de Babelia.

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