Columna

164 años de un icono español globalizado

El mayor símbolo del lujo español lleva nombre alemán, está comandado por un británico y es propiedad francesa. Podría ser una paradoja del mundo globalizado si no fuera porque la madeja empezó a enredarse en 1846. En esa fecha abrió un pequeño taller de artesanía de la piel en la calle Echegaray en el que se formó un inmigrante alemán, Enrique Loewe Roessberg. Tuvo la primera tienda con su nombre, en la calle del Príncipe, antes de que el siglo acabara y en 1905 ya exhibía el título de Proveedor de la Corte Real. Pero fue su hijo, Enrique Loewe Knappe, quien le dio al negocio familiar su cara...

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El mayor símbolo del lujo español lleva nombre alemán, está comandado por un británico y es propiedad francesa. Podría ser una paradoja del mundo globalizado si no fuera porque la madeja empezó a enredarse en 1846. En esa fecha abrió un pequeño taller de artesanía de la piel en la calle Echegaray en el que se formó un inmigrante alemán, Enrique Loewe Roessberg. Tuvo la primera tienda con su nombre, en la calle del Príncipe, antes de que el siglo acabara y en 1905 ya exhibía el título de Proveedor de la Corte Real. Pero fue su hijo, Enrique Loewe Knappe, quien le dio al negocio familiar su cara más célebre. La tienda que inauguró en 1939 en la Gran Vía se convertiría en un icono tan poderoso como su logotipo o su suave napa. Un imán para los turistas de postín que visitaban la ciudad en la posguerra, desde Ava Gardner o Ernest Hemingway a Wallis Simpson. Lista de compradores de la que, en cierta forma, la firma vive todavía hoy.

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La empresa dejó de estar en manos de los Loewe en 1996, cuando la compró el mayor grupo de lujo del mundo, Louis Vuitton Moët Hennessy (LVMH). Bernard Arnault esperaba despertarla de un letargo en el que, como Dior o Louis Vuitton, llevaba más de una década instalada. Le aplicó idéntica fórmula que a sus primas francesas. Un diseñador de prestigio internacional -en este caso, Narciso Rodríguez- trató de añadir una pizca de modernidad a la indiscutida calidad de su piel. No funcionó. Tampoco lo hizo su reemplazo, el belga José Enrique Oña Selfa. Tal vez, porque se les otorgó una autoridad limitada, circunscrita a colecciones de prêt-à-porter. Tal vez, porque ninguno quiso instalarse en Madrid. Dos factores que trataron de remediarse en 2008 con el fichaje de Stuart Vevers. El británico, seducido por la "sensual austeridad" de la ciudad, concibe un Loewe más español que nunca para lograr el ansiado éxito planetario. En sus bolsos inscribe "Loewe Madrid 1846". Orgulloso de seguir enredando la madeja.

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