Columna

Expectativa

Hace unos años acudí a la Love Parade de Berlín. No soy particularmente aficionada a los eventos multitudinarios, pero en aquello quería participar, o al menos, quería presenciarlo. Ahora, tras lo sucedido en Duisburgo, he sentido la necesidad de repasar las fotografías que saqué entonces; de buscar entre el gentío, el colorido, los paisajes repletos, algo como un signo o como un agarradero de sentido. Porque hace falta alguna forma de apoyo para enfrentarse a la idea y sobre todo a la realidad de que el argumento de una fiesta tenga como desenlace 21 personas muertas y centenares de heridas. ...

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Hace unos años acudí a la Love Parade de Berlín. No soy particularmente aficionada a los eventos multitudinarios, pero en aquello quería participar, o al menos, quería presenciarlo. Ahora, tras lo sucedido en Duisburgo, he sentido la necesidad de repasar las fotografías que saqué entonces; de buscar entre el gentío, el colorido, los paisajes repletos, algo como un signo o como un agarradero de sentido. Porque hace falta alguna forma de apoyo para enfrentarse a la idea y sobre todo a la realidad de que el argumento de una fiesta tenga como desenlace 21 personas muertas y centenares de heridas. Y me apoyo en la noción de expectativa. La expectativa que creo distinguir en muchos rostros que aparecen en mis fotografías, y que probablemente también en aquel momento me habitaba. La expectativa de que algo (bueno) suceda en ese evento que es, y por eso se acude, excepcional; de que una emoción inédita pueda conquistarnos, de que entre tanta gente surjan mimbres para un tejido fresco de relaciones, intercambios, comunicación. Que el encuentro permita, en fin, relaciones, aprendizajes y por qué no, una felicidad que dure más de un día.

Me sigue pareciendo emocionante esa capacidad de la juventud -dicho sea en el sentido del ánimo y no de la estricta cronología-, o mejor, esa ausencia de pereza de la juventud para acudir a un concierto o a un festival, aunque estos se celebren a cientos de kilómetros de distancia y los medios de transporte haya que improvisarlos o bricolearlos. Para hacer colas de horas y a veces hasta de días. Para parecer inmunes o, más elegantemente, indiferentes a las incomodidades, las apreturas, los alojamientos precarios, el frío o el calor. Me emociona esa disponibilidad, tanto que la identifico con la juventud misma. Y creo, en cualquier caso, que merece ser tratada no sólo con consideración sino además con curiosidad.

Vivimos tiempos en que, demasiadas veces, la cultura se confunde con o se extravía en el mero entretenimiento. Tiempos también en que el concepto de fiesta vive avasallado, colonizado, por el de simple juerga. Que divertirse se presenta mayormente como sinónimo de evadirse, a base de alcohol o de lo que sea, hasta el derrumbe. O, si se prefiere, que divertirse equivale a irse, ruidosa y progresivamente, durmiendo. Yo dudo de que los jóvenes quieran eso; en cualquier caso, creo que la juventud -como sensación, como experiencia- no lo quiere. Que la juventud no se mueve, no se junta, para dormirse sino para despertar. No por la anestesia sino por la expectativa. Que se meten en los conciertos, los festivales, los love desfiles, no como quien se encierra en un cuarto sino como quien se dibuja, lo más lejos posible, otra línea de horizonte.

A quienes acudieron a la Love Parade de Druisburgo, les metieron, al parecer para ahorrar costes de seguridad, en una explanada-encerrona mortal. Está, aunque falten aún pronunciamientos jurídicos y políticos, todo dicho.

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