Columna

Una policía artesana

Madrid rondaba o desbordaba apenas el millón de habitantes y crecía desordenadamente, queriendo rescatarse de la feroz sangría. Llega una nueva casta, los vencedores y un régimen que encierra grandes transformaciones que no se parecía a la República recién batida ni a la Monarquía. Para mucha gente aquellos cinco años han sido magníficos o vituperados y marcaron el colofón de un mandato personalista encarnado por Alfonso XIII, el último monarca que gobernó. Le echaron de mala manera los republicanos sin que apenas nadie deseara su regreso ni se alzara un clamor serio por la restauración. Hubo ...

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Madrid rondaba o desbordaba apenas el millón de habitantes y crecía desordenadamente, queriendo rescatarse de la feroz sangría. Llega una nueva casta, los vencedores y un régimen que encierra grandes transformaciones que no se parecía a la República recién batida ni a la Monarquía. Para mucha gente aquellos cinco años han sido magníficos o vituperados y marcaron el colofón de un mandato personalista encarnado por Alfonso XIII, el último monarca que gobernó. Le echaron de mala manera los republicanos sin que apenas nadie deseara su regreso ni se alzara un clamor serio por la restauración. Hubo un partido monárquico testimonial, hoy ni siquiera eso, como tampoco existe a estas alturas una promoción republicana popular y nutrida. Si nos atenemos a la realidad, aquí no hay monárquicos ni republicanos, sino todo lo contrario, según referencia demográfica. Seguimos en un limbo, lo que puede que sea el mal menor.

En los cincuenta, la censura había desterrado de los periódicos la figura del redactor de sucesos

En aquellos años cincuenta tuve ocasión de conocer algunos recovecos de la policía, más temida que apreciada, gracias al semanario El Caso, que edité en 1952, del que di noticia. La censura impuesta con carácter permanente por la nueva gobernación había desterrado de los periódicos la figura del redactor de sucesos, actividad que se reducía a recoger una escueta nota diaria facilitada por la Dirección General de Seguridad, donde se informaba, urbi et orbi, del incendio fortuito en una buhardilla en el barrio de Pozas, la rotura de una cadera por la caída casual de una anciana y a reseñar el inagotable timo del tocomocho a los paletos que llegaban a la estación de Atocha. Poco más, quizás la inundación de un sótano en los barrios bajos. Vivíamos en el más irreal y pacífico de los mundos posibles.

Mi periódico de sucesos, iba embozado en la intención de servir a la cultura popular y al bien general, tal como exigían los impresos para solicitar una publicación, que no fuera diaria. Intuí el éxito que se dio con creces. Para mantenerlo era indispensable gozar de buenas relaciones con la policía, la Guardia Civil y las covachuelas de la Justicia. En la policía se improvisaba todo, posiblemente porque fue uno de los cuerpos funcionariales más ampliamente depurados por el nuevo régimen. Un tío carnal había ganado las oposiciones antes de la guerra civil, pero toda su vida profesional transcurrió en la investigación de la lofoscopia, que quiere decir, estudio de las huellas dactilares. No me servía.

Aparte de cuidarnos, en Madrid, de las diferentes comisarías de distrito, la atención se centró en la Brigada de Investigación Criminal (BIC), más coherente con la intención del semanario. Cada uno de nosotros se adhirió a uno o más grupos, que estaban formados por un inspector y seis o siete agentes, que operaban con cierta autonomía. Eran, en general, gente nueva, llena de entusiasmo y espíritu de competición, que solo contaba con los medios técnicos que pudieran llevar en el bolsillo de la gabardina, complementado con un gran fervor profesional.

Por aquellos tiempos corrió el rumor de que se encontraba en Madrid el enemigo público más buscado: El Facerías, uno de aquellos milicianos acosados, sin la menor confianza en la Justicia, que vivían sobre el terreno, robando y a veces matando a los campesinos. Una pieza de exposición. El seguimiento, noche tras noche, recorriendo casi cien kilómetros diarios, se hacía en el coche de mi propiedad, un Morris descapotable, muy chulo, recién comprado. Conducía yo y llevaba a mi derecha al inspector Sebastián Fernández Rivas con la pistola ametralladora adosada al culatín y 18 balas en el cargador. Detrás, dos de sus hombres, con las armas sobre las rodillas.

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Ignoro de dónde procedía la noticia, pero tres o cuatro semanas después quedó de manifiesto que El Facerías ni había estado ni se le esperaba, en Madrid. Fue abatido, poco después en Cataluña. La BIC solo disponía de una furgoneta cuya principal función consistía en conducir a sus domicilios a los funcionarios cuyo trabajo se había demorado después del cierre del metro. Algunos agentes complementaban el escaso salario con otros cometidos -lo llamaban "su huerto"- y era la vigilancia ocasional en grandes almacenes o la custodia del dinero de las nóminas de empresas importantes. Quizás el tema dé para más.

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