Columna

Capitol

Estoy en contra de ser nostálgico. Básicamente porque me parece ridículo serlo a los 30. Si uno añora los tiempos pretéritos siendo joven (creo firmemente que los 30 años son los nuevos 20, ya que la adolescencia se ha prorrogado hasta el infinito), ¿de qué sentirá nostalgia cuando tenga 70 años? ¿De la nostalgia que tenía a los 30? Ahora bien, ese sentimiento me parece ridículo pero a la vez es inevitable en algunos casos. Yo siento nostalgia de cuando tenía un móvil mazacote sin Internet ni correo electrónico (nostalgia solventada, ya me agencié uno cuando pisoteé mi Blackberry y la tiré por...

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Estoy en contra de ser nostálgico. Básicamente porque me parece ridículo serlo a los 30. Si uno añora los tiempos pretéritos siendo joven (creo firmemente que los 30 años son los nuevos 20, ya que la adolescencia se ha prorrogado hasta el infinito), ¿de qué sentirá nostalgia cuando tenga 70 años? ¿De la nostalgia que tenía a los 30? Ahora bien, ese sentimiento me parece ridículo pero a la vez es inevitable en algunos casos. Yo siento nostalgia de cuando tenía un móvil mazacote sin Internet ni correo electrónico (nostalgia solventada, ya me agencié uno cuando pisoteé mi Blackberry y la tiré por la ventana: me sentí libre de nuevo) y también me invaden recuerdos bastante melancólicos cuando pienso en el cierre de ciertas salas de cine. Me pasa con las que cerraron hace años y las que cierran ahora en ciudades como Bilbao.

Sé que es una nostalgia muy Garci, como aquella que le embargaba a él y a sus fumadores compinches cuando rememoraban en Qué grande es el cine que en 1952 tal boxeador había ganado el campeonato de los pesos pesados en el Madison Square Garden o Eisenhower había hecho tal cosa, el mismo año en que se había estrenado Cautivos del mal en una sala de programa doble de la Gran Vía de Madrid. Sí, sí. Ya, ya. El cine costaba 20 pesetas y con la paga además podías comprarte un paquete de peladillas y cuatro chicles... Es la misma monserga, pero es una monserga que me creo cuando me entero de que los cines Capitol de Bilbao cierran sus puertas. Y no sólo me acuerdo de las películas que vi allí sino de todo lo que acompañaba el asunto: mi madre y yo yendo a ver Quién engañó a Roger Rabbit un 31 de diciembre, la charla de tres horas con mis amigos en la Plaza Nueva después de ver El club de la lucha (a mí no me gustó, a ellos les encantó) o algo tan importante a nivel personal como que has dirigido tu primera peli y se estrena en un cine al que tantas veces has ido como espectador. Los Capitol han sido más decisivos en mi vida, son parte de ella. En los Capitol yo me he reído, he sentido escalofríos e incluso me he besado en la última fila, cosa que todos sabemos que es un gran logro en nuestra querida tierra.

La nostalgia por las salas de cine cerradas se ha convertido en un cliché, por supuesto. Hace ya 40 años había películas sobre el tema, como The last picture show de Peter Bogdanovich. Pero si cierran los Capitol, uno piensa en las películas que ha visto en los cines que ya no existen y el tópico se convierte en algo menos acartonado, más de verdad. Y cuando se piensa en las tiendas de ropa que ocupan los locales y que además, con recochineo, mantienen la estructura de la sala (con el gallinero, con los rótulos de "Sala 1" y demás) pues ya se pone uno un poco de mala leche.

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