Columna

Cultura y réplica

Hay en una de las plazas más famosas de Berlín, la Bebelplatz, un monumento sobrecogedor, obra del artista israelí Micha Ullman. Se trata de una construcción subterránea. Una simple placa transparente, como una gran baldosa de cristal colocada a la altura del suelo, cubre un "pozo" hecho de estanterías blancas y vacías, una biblioteca desierta. El monumento quiere recordar de ese modo que los nazis quemaron allí, el 10 de mayo de 1933, más de veinte mil libros. He escrito "recordar", pero no basta, porque el alcance de esa obra luminosa va mucho más lejos: no sólo evoca la destrucción de los l...

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Hay en una de las plazas más famosas de Berlín, la Bebelplatz, un monumento sobrecogedor, obra del artista israelí Micha Ullman. Se trata de una construcción subterránea. Una simple placa transparente, como una gran baldosa de cristal colocada a la altura del suelo, cubre un "pozo" hecho de estanterías blancas y vacías, una biblioteca desierta. El monumento quiere recordar de ese modo que los nazis quemaron allí, el 10 de mayo de 1933, más de veinte mil libros. He escrito "recordar", pero no basta, porque el alcance de esa obra luminosa va mucho más lejos: no sólo evoca la destrucción de los libros aquel día, sino que se opone a ella, la condena a diario.

Escribió Ezra Pound que la lectura era "el arte de la réplica", una definición que creo que se puede y que se debería aplicar a la cultura. La cultura como arte de la réplica, como aquello que nos permite, del modo más positivo, ser otros; escapar de los enunciados que buscan reducirnos o simplificarnos, o congelarnos en una única, misma, manera de pensar y sentir. La cultura también como un ir revelando interrogaciones donde no aparecían; contracorrientes allí donde todo pretende avanzar en una sola, arrolladora, dirección.

He empezado en Berlín, pero ahora me vengo mucho más cerca, hasta el Museo de la Marioneta de Tolosa, que he visitado varias veces (y voy a seguir visitando), siempre con la impresión intelectual y la sensación emocional de estar en un lugar de auténtica cultura, donde la cultura traduce su formidable réplica a lo grande y en lo pequeño, en el concepto que inspira el diseño y el funcionamiento del museo, y también en sus detalles. Y yo veo réplica de cultura en ese lugar que no distingue entre los niños y los adultos, donde la levedad y la gravedad, el juego y la reflexión, el objeto y su símbolo, conviven sin barreras, fértil y alegremente. Y donde la tecnología más deslumbrante se acopla con lo artesanal (marionetas muchas veces de siglos fabricadas con todo tipo de materiales) en una relación de mestizaje, no de avasallamiento. Y donde se argumenta con el ejemplo la idea de que la cultura es acción. Porque las marionetas son arte a mano y de la mano, son gesto puro, y expresan así, del modo más explícito, más concluyente, que la cultura tiene que ser acto, decisión, participación transformadora. En estos tiempos en que casi todo invita a identificar lo cultural con el simple entretenimiento, con la distracción pasiva, esta lección activa que nos dan las marionetas no puede parecerme más necesaria ni más valiosa.

La última sala del museo quiere representar que detrás de cada uno de los títeres que hemos visto hay una historia previa que alguien ha imaginado y luego contado o escrito. Su suelo es de un material transparente, que deja ver una construcción subterránea hecha de pilas de libros multicolores, una biblioteca alegre, llena. Lo dicho, un lugar de auténtica Cultura, una obra de(l) arte de la réplica.

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