Análisis:EL ACENTO

Tras el ozono, el carbono

Hubo un tiempo en que los desodorantes llevaban compuestos de cloro como propelentes, en que nadie había oído hablar del agujero de ozono, y casi nadie del ozono en sí mismo; un tiempo en que la geología planetaria parecía ignorar solemnemente las torpes acciones del hombre. Hace 25 años, sin ir más lejos. En esa fecha se descubrió el agujero de ozono. En tan corto lapso, y por extraño que resulte, el mundo se ha puesto de acuerdo en resolver el problema, y lo está logrando. Nada es perfecto. El agujero de ozono seguirá sobre la Antártida durante al menos otros 70 años, y ello en el supuesto d...

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Hubo un tiempo en que los desodorantes llevaban compuestos de cloro como propelentes, en que nadie había oído hablar del agujero de ozono, y casi nadie del ozono en sí mismo; un tiempo en que la geología planetaria parecía ignorar solemnemente las torpes acciones del hombre. Hace 25 años, sin ir más lejos. En esa fecha se descubrió el agujero de ozono. En tan corto lapso, y por extraño que resulte, el mundo se ha puesto de acuerdo en resolver el problema, y lo está logrando. Nada es perfecto. El agujero de ozono seguirá sobre la Antártida durante al menos otros 70 años, y ello en el supuesto de que los acuerdos internacionales actuales se mantengan. Pero los compuestos orgánicos con cloro y flúor (CFCs, o clorofluorocarbonos) se prohibieron en el Protocolo de Montreal de 1987. La prohibición ha funcionado, porque los niveles de ozono relevantes para esta cuestión -los valores mínimos en la primavera antártica- permanecen estables desde hace 15 años. La primera lección del ozono es que el planeta puede cambiar muy deprisa por la actividad humana. La segunda es que la opinión pública también puede.

La tercera es que dependemos de la suerte. El descubrimiento del agujero de ozono, en 1985, por el británico Jonathan Shanklin y dos colegas fue una chiripa. Para empezar, el programa británico para monitorizar el ozono antártico a largo plazo estuvo a punto de suspenderse a principios de los ochenta. Ya había evidencias de que los CFCs dañaban el ozono, pero el joven Shanklin las ignoraba. No era ni meteorólogo: era un físico recién licenciado en Cambridge y su papel era escribir programas para liberar a los meteorólogos de tener que analizar los datos con la regla de cálculo, una tabla de logaritmos y una paciencia de meteorólogo. Por suerte, los primeros datos digitalizados por Shanklin cubrían justo la década en que el ozono se había desplomado en picado, en los años setenta. Sería perfectamente posible que hoy mismo siguiéramos sin descubrir el agujero.

Tras el ozono debería venir el carbono -las emisiones de CO2 que calientan el planeta-, pero este asunto parece mucho más complicado que cambiar de desodorante.

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