Columna

Al paso que vamos

No creo que pueda discutirse que, al paso que vamos, no será necesario que transcurra mucho tiempo para que el gallego se convierta en un idioma marginal y al borde de la extinción. De hecho, en muchos ambientes ya lo es. En ellos las sutiles normas de lo conveniente estipulan que su uso sería disonante, e incluso un agravio a la buena educación. Se puede discutir por qué esto es así, pero no cabe duda de que la pérdida de arraigo del gallego en el propio pueblo que le dio vida es, para decirlo al modo de Xesús Alonso Montero, dramática. La sociedad gallega está haciendo en las últimas décadas...

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No creo que pueda discutirse que, al paso que vamos, no será necesario que transcurra mucho tiempo para que el gallego se convierta en un idioma marginal y al borde de la extinción. De hecho, en muchos ambientes ya lo es. En ellos las sutiles normas de lo conveniente estipulan que su uso sería disonante, e incluso un agravio a la buena educación. Se puede discutir por qué esto es así, pero no cabe duda de que la pérdida de arraigo del gallego en el propio pueblo que le dio vida es, para decirlo al modo de Xesús Alonso Montero, dramática. La sociedad gallega está haciendo en las últimas décadas un referéndum cotidiano que lo condena, cada vez más, al ostracismo.

Hasta el momento esta defección se hacía dentro de las buenas maneras, esto es, promoviendo Leyes de Normalización y vendiendo abalorios de distinta especie para contentar a los indígenas a los que este abandono les hacía sentir incómodos o, incluso, les empujaba a un exceso de autoafirmación. A nadie parecía incomodarle esa presencia del gallego en la administración y la escuela, que no interfería en su progresiva consunción fuera de esos ámbitos. Incluso cabe pensar que de ese modo una cierta buena conciencia -al fin y al cabo no hay que rascar mucho para que salga a flote el gallego usado por padres o abuelos- quedaba a salvo.

A nadie parecía incomodarle la presencia del gallego en la administración y la escuela

La novedad surgió hace un par de años, cuando un grupo de gente decidía dar un paso más allá para limitar su presencia y su uso incluso en esos ámbitos. Lo implícito en su actitud era que el gallego no debía formar parte obligada del paisaje social -en realidad que no debía formar parte, sin más-. En sus declaraciones quedaba subrayada su molestia porque sus hijos tuviesen que aprender cosas en un idioma que les parecía ajeno e inútil al tiempo. La forma en que se argumentaba esa exigencia usaba, desde luego, palabras hermosas: la libertad frente a la imposición. Pero los que así razonaban se cuidaban muy mucho de hacer notar que no existe en España la libertad o el derecho a no saber y no usar el castellano en el ámbito oficial, y que lo que las diferentes leyes de normalización del gallego buscan precisamente es su equiparación con aquel.

Tampoco que el gallego es, como el castellano, el catalán o el vasco, un idioma español. Lo que defiende al gallego es la lógica constitucional que busca acomodar las diferencias lingüísticas internas de un modo equitativo y consolidar, así, la lealtad al sistema democrático de aquellos que verían la inequidad como atentatoria contra sus derechos. Es el paisaje moral del liberalismo en un Estado multilingüe lo que rige todas las múltiples sentencias, incluidas las del Tribunal Constitucional, que han avalado tales políticas. Es la alergia a la discriminación entre los individuos y a una jerarquía entre idiomas (y entre los grupos sociales que les dan sustento) la que late en esa legislación.

Como es sabido, el PP tomó el punto de vista que busca consagrar la primacía del castellano como propio, y elaboró, en ese espíritu, primero unas bases y, después, un borrador de decreto. Es, desde luego, legítimo. Porque es legítimo, desde la mayoría parlamentaria, aprobar leyes y textos conforme a lo que un partido interpreta que es el deseo de sus votantes. Es un reconocimiento, por cierto, que ellos no hicieron cuando iniciaron el combate contra el decreto actualmente en vigor. Lo que en aquel momento los movió fue un gran ardor guerrero, un espíritu de cruzada, jaleado hasta la extenuación por la COPE, El Mundo, Intereconomía&co, al grito de "abajo la imposición" que dejaba poco espacio al consenso y a los argumentos racionales.

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Es un grave error, una forma de estrabismo, que va a llevar, cuando se ponga en vigor, a una miríada de problemas en los centros y entre las familias: a una incomodidad social que sólo se subsanará cuando se retorne a puntos de vista ampliamente compartidos. Como escribió Isaiah Berlin, "Lo preferible es, como norma general, mantener un equilibrio precario que impida la aparición de alternativas insoportables. Esa es la primera condición de una sociedad decente". Ese es el espíritu del liberalismo: mantener que existen muy diferentes fines que pueden perseguir los hombres y, aún así, ser racionales. Y que, más que imponer la propia voluntad, conviene entenderse haciendo concesiones mutuas en algún punto específico, aún a costa de los propios criterios.

Es posible que una sociedad deje atrás el que fue su idioma y se asimile a otra más grande. Más cuando la presión que lleva en esa dirección es muy poderosa. Pero los años que llevamos de democracia parecían estar fundados sobre la presunción, tal vez equivocada, de que parte de la estima de cada gallego por sí mismo derivaba del aprecio por su cultura. En todo caso, si nos hacemos el harakiri será por nuestra propia mano, y no habrá que lamentarlo. De que esa es la intención estamos avisados.

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