Columna

A plena luz

Coincidiendo con el 8 de Marzo, se han publicado los resultados de un informe del Centro Reina Sofía para el estudio de la violencia de género, en el que se recoge que en España, en la última década, han muerto 629 mujeres asesinadas por sus compañeros sentimentales, esto es, una media de 63 muertas al año. No sé si cabe medir o graduar el horror que provocan estos datos, pero, en cualquier caso, estremece de una manera especial saber que la edad de la mayoría de esas mujeres se sitúa entre los 24 y los 35 años, y la de la mayoría de sus asesinos, entre los 35 y los 44. Estamos hablando pues, ...

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Coincidiendo con el 8 de Marzo, se han publicado los resultados de un informe del Centro Reina Sofía para el estudio de la violencia de género, en el que se recoge que en España, en la última década, han muerto 629 mujeres asesinadas por sus compañeros sentimentales, esto es, una media de 63 muertas al año. No sé si cabe medir o graduar el horror que provocan estos datos, pero, en cualquier caso, estremece de una manera especial saber que la edad de la mayoría de esas mujeres se sitúa entre los 24 y los 35 años, y la de la mayoría de sus asesinos, entre los 35 y los 44. Estamos hablando pues, en ambos casos, de personas jóvenes, o de personas nacidas o crecidas ya en democracia, o si se prefiere, en el seno de estructuras sociales y educativas que reconocemos, en su progresión, como vigentes.

La violencia machista no sólo pervive en nuestra sociedad, sino que se trasmite de generación en generación, o lo que es lo mismo, su infame ideario -el aberrante esquema de dominación, discriminación e intolerancia que lo sustenta- sigue vivo y difundiendo su toxicidad incluso entre los más jóvenes. Y podría pensarse que esa persistencia se debe a que los canales por los que los mensajes sexistas circulan y se inoculan son muy difíciles de identificar, por subterráneos, sutiles, subrepticios o cualquier otro adjetivo que queramos ponerle al disimulo y la invisibilidad. Y, sin embargo, no es así en absoluto. El sexismo no se esconde en el trazo fino ni se ampara en nocturnidades para seguirse transmitiendo; lo hace sin tapujos, a plena luz del día y a brocha gorda, albergado -con más o menos desfachatez o contundencia- en infinidad de videojuegos, en publicidades varias (incluso las dirigidas al público infantil), en contenidos televisivos de máxima audiencia, en los anuncios sexuales en prensa; en las jerarquías de género que alimenta o consiente el deporte (ellos en la acción y en los podios, ellas con el ramito y la minifalda, o de animadoras, pit babes, etcétera). Y en la "normalidad" con la que nuestra sociedad integra las desigualdades laborales y salariales que afectan escandalosamente al empleo femenino. Y en la perpetuación de roles en el ámbito familiar (las tareas domésticas siguen siendo esencialmente "cosa de mujeres"). Y en la incapacidad o falta de determinación de la escuela para darle la vuelta a esa tortilla precoz, fundacional, de desigualdades de género (basta con asomarse a un patio de recreo y ver cómo siguen ocupando el espacio ellos y ellas, o escuchar cómo el vocabulario sexista se integra en el bagaje lingüístico, es decir, en el imaginario de los más jóvenes). Por ello, no hay que llevar(se) a engaño. Acabar con la violencia machista no es una cuestión de (más) medios puestos al final, cuando el daño está hecho, sino de voluntad puesta al principio, por principio. Una voluntad social unánime, coordinada, inequívoca, a plena luz. Mientras no se produzca, todo será repetir, repetirse.

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