Tribuna

Una provinciana ley electoral

Acabo de terminar la lectura, apresurada de las normas electorales (diecisiete mamotréticas páginas del Boletín), que al final fueron decreto-ley y no simple decreto, como el buen sentido imponía. El buen. sentido, claro, pero no la conveniencia. Ahora sí veo una razón para el decreto-ley, aunque no la aplaudo. El Gobierno ha querido aprovechar la g6zosa ocasión para cargarse aquella ley de Incompatibilidades, de la que tal vez se acuerden ustedes; ley muy trabajosamente alumbrada que formaba parte esencial del famoso programa del. 12 de febrero y en virtud de la cual se establecía, ent...

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Acabo de terminar la lectura, apresurada de las normas electorales (diecisiete mamotréticas páginas del Boletín), que al final fueron decreto-ley y no simple decreto, como el buen sentido imponía. El buen. sentido, claro, pero no la conveniencia. Ahora sí veo una razón para el decreto-ley, aunque no la aplaudo. El Gobierno ha querido aprovechar la g6zosa ocasión para cargarse aquella ley de Incompatibilidades, de la que tal vez se acuerden ustedes; ley muy trabajosamente alumbrada que formaba parte esencial del famoso programa del. 12 de febrero y en virtud de la cual se establecía, entre otras, la incompatibilidad de la condición de procurador con la de director general o asimilado.Ahora, desaparecida ya esta ley, que nunca llegó a entrar en vigor, los directores generales (y asimilados) han sido declarados inelegibles y no podrán presentarse a las elecciones, pero al día siguiente de éstas el Gobierno podrá designar directores generales (y asimilados) a cuantos diputados y senadores guste, y nuestras próximas Cortes, para no romper con el pasado, seguirán estando abiertas a ocupadísimos ciudadanos que son, a la vez, Administración y fiscalizadores de la Administración. Muy hermoso y muy ajustado a nuestra peculiar «idiosincrasia»; es decir, poco «europeo».

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Y no es tampoco que al Gobierno se le haya ido la mano en materia de inelegibilidades, aunque en el preámbulo de la ley presuma de ello. Nuestra ley Electoral anterior, la de 1907, nacida todavía en la belle époque del Estado liberal, cuando todavía sociedad y Estado eran, en teoria, entidades bien se paradas y distintas, se había sentido obligada a declarar inelegibles para formar parte del órgano su premo del Estado a aquellas personas que, por su situación sócial, tenían frente al Estado, o más exactamente frente a los dineros públicos, una situación especial; eran inelegibles los contratistas de obras o servicios públicos y los deudores a la Hacienda.

La creciente confusión de la que antes estaba separado ha llevado en todos los Estados modernos a una considerable ampliación de este tipo de inelegibilidades. Nuestro Gobierno, en cambio, o arcaizante o futurista, no sólo no las ha ampliado, sino que ha suprimido las que ya existían y se ha olvidado de la existencia de quienes como directivos, por ejemplo, empresas nacionales (o asimilados), gozan de una situación privilegiada para captarse votos.

Lo más notable de la ley sigue siendo, claro está, la notable concepción de lo que la representación política debe ser, ya evidenciada con la ley de Reforma. A poco sentido del humor que los redactores de las normas electorales tengan (y sospecho que no les falta) han debido. divertirse a fondo al escribir en el preámbulo, explicando por que se ha fijado un mínimo inicial de dos electores por provincia, que «de esta forma se suaviza en alguna medida los efectos de, nuestra irregular demografía y se atiende a un mayor equilibrio territorial».

Naturalmente, la función de una ley Electoral no es corregir «los efectos de la irregular demografía», sino asegurar que el voto de todos los ciudadanos es igual, y que, como dijo la Corte Suprema de Estados Unidos en una sentencia célebre, «igual significa igual». Resulta que primero se nos obliga a los habitantes de las provincias pobres a buscar trabajo en las grandes ciudades, y una vez que nos hemos ido y se ha originado la «irregular demografía» se decide que el «cauce natural», de representación es la provincia, y se la da diez (o doce o catorce) veces, más valor al voto del soriano o del turolense que al del madrileño o el barcelonés. Pero sobre esto ya se ha escrito bastante. Lo más curioso es que el deseo de corregir «las irregularidades demográficas» sólo se evidencia cuando éstas se originan entre distintas provincias. El sistema electoral arbitrado para la formación del Senado, que es una variante más bien afortunada del sistema japonés, tan insensatamente preconizado por un sector de, la Oposición, puede anular totalmente el voto de las comarcas menos densamente pobladas de cada provincia.

El hecho de que este punto sea el único en el que el Gobierno parece haberse plegado a los deseos de la Oposición debería ponerla sobre aviso, porque en lo demás, ni caso. Ni voto a los dieciocho años, ni presentación de un mismo candidato por más de una provincia, ni distribución de restos a escala nacional, ni nada de nada. Ni siquiera, aunque parezca lo contrario, representación de los partidos en la junta Electoral Central o en las provinciales. La presentación de candidatos para la Central ha de ser hecha «conjuntamente» por todos los partidos que se presentan a la elección en más de veinticinco provincias y a priori parece improbable que Santiago Carrillo y Blas Piñar se puedan poner de acuerdo ni siquiera sobre esto, en cuyo caso, como es natural, los nombre el Gobierno.

Por lo demás, éste se reserva todavía la regulación (ahora sí, por fin, mediante decreto) de una serie de cuestiones importantes. Por ejemplo, el control de la radio y de la televisión y la forma de las papeletas electorales. Espero que también a través de estas normas pueda aclarar algunas cuestiones que ahora quedan a oscuras y son decisivas, tales como, también por ejemplo, si las coaliciones electorales formadas para una cámara lo han de ser también para la otra.

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