Columna

Al fondo del espejo

Me miro en el espejo y encuentro el rostro de mi padre. No había pasado nunca. De pronto él está ahí. Se trata de una broma dictada por la naturaleza: el gesto de mi padre asoma allá donde antes sólo estaba el chico que era yo. Seguro que esto es fruto de un proceso largo y complicado. Hay genes, partículas, fracciones de materia que estaban preparado esta metamorfosis desde el mismo momento en que él me concibió. Ahora, por fin, ha ocurrido. Y la sorpresa se acompaña de ternura, y de estremecimiento, y de terrible expectación: me miro en el espejo y encuentro el rostro de mi padre.

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Me miro en el espejo y encuentro el rostro de mi padre. No había pasado nunca. De pronto él está ahí. Se trata de una broma dictada por la naturaleza: el gesto de mi padre asoma allá donde antes sólo estaba el chico que era yo. Seguro que esto es fruto de un proceso largo y complicado. Hay genes, partículas, fracciones de materia que estaban preparado esta metamorfosis desde el mismo momento en que él me concibió. Ahora, por fin, ha ocurrido. Y la sorpresa se acompaña de ternura, y de estremecimiento, y de terrible expectación: me miro en el espejo y encuentro el rostro de mi padre.

El tiempo es un escultor tan lento que parece que no tiene ese oficio. El tiempo es un artesano que no recurre a herramientas aparatosas, que no blande el martillo y el cincel para emprenderla a golpes con la madera o el granito. El tiempo es un artista anónimo y cobarde que emprende su trabajo con el instrumental preciso de un dentista: un torno que en silencio da hondura a cada una de las arrugas de tu cara.

Los viejos que habitan en la memoria acaban asomando al fondo del espejo. Y reaparece la mirada protectora con la que nos tutelaban cuando aún éramos pequeños. Pero esa mirada se ha hecho nuestra, como se hacen nuestros los vestigios arruinados de su rostro. Con el tiempo, nos vamos pareciendo, en cuerpo y alma, a aquel viejo cansado; sus facciones invaden nuestras mejillas y el semblante se resigna a los dictados de la herencia y de la edad.

En tiempos estuve orgulloso de ser distinto al hombre que aparece ahora en el espejo. Yo era más constante, yo tenía voluntad y amor propio. Jamás permitiría que me ocurrieran ciertas cosas que lamentablemente le ocurrieron a él. Jamás dejaría que la vida torciera el rumbo de mi nave, como torció la suya hasta llevarlo a un íntimo naufragio. Pero también era consciente de algunas desventajas: su risa franca y contagiosa no era la mía, o la envidiable ineptitud que siempre tuvo para odiar a fondo, para odiar a conciencia, o simplemente para odiar.

Me miro en el espejo y encuentro el rostro de mi padre. Una sensación extraña se hace hueco en la memoria. Hace tiempo que, entre nosotros, las cuentas quedaron saldadas. No hay nada que pedir o reclamar. Estamos en paz. Los padres y los hijos se reconcilian a destiempo, cuando el más viejo se ha ido. A partir de entonces mantienen un diálogo íntimo y secreto, se dicen cosas que no pudieron decirse en vida, se aprecian, se entienden, quizás se dan la mano. Todo adquiere otro sentido cuando vas haciéndote mayor y de repente, un día, el espejo devuelve la imagen de aquel que de algún modo seguía vivo en ti. Y entonces, mirando de nuevo ese espejo, aprendes a perdonarlo todo, y a perdonarte por las cosas de entonces, por las de ahora, y por las cosas que vendrán.

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