SILLÓN DE OREJAS

El infierno más temido

Sí, tendría su sarcasmo que los que daban la comunión a Pinochet y paseaban a Franco bajo palio (antes y después de comulgar y firmar órdenes de fusilamiento) se la negaran al bueno (¿lo es realmente?) de Bono por votar a favor de la reforma de la ley del aborto. El catolicismo que ahora parece llevar la voz cantante tiene esas paradojas: por eso (entre otras cosas) -y no por una presunta descristianización alentada por el Maligno desde el Infierno- se vacían los templos. La Iglesia y los partidos comunistas pierden feligreses a chorro, pero ni la una ni los otros parecen preguntarse en serio ...

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Sí, tendría su sarcasmo que los que daban la comunión a Pinochet y paseaban a Franco bajo palio (antes y después de comulgar y firmar órdenes de fusilamiento) se la negaran al bueno (¿lo es realmente?) de Bono por votar a favor de la reforma de la ley del aborto. El catolicismo que ahora parece llevar la voz cantante tiene esas paradojas: por eso (entre otras cosas) -y no por una presunta descristianización alentada por el Maligno desde el Infierno- se vacían los templos. La Iglesia y los partidos comunistas pierden feligreses a chorro, pero ni la una ni los otros parecen preguntarse en serio por las razones de la desbandada y los medios para contenerla. En cuanto al infierno, no seré yo quien niegue su existencia: y no me refiero sólo a aquel tan próximo que forman "los otros", y cuya antesala Sartre (hoy pudriéndose en el purgatorio, por cierto) imaginaba como un saloncito burgués estilo Segundo Imperio (Huis Clos, 1944). Yo creo en el infierno de toda la vida: el de Giotto y Dante, el de Van Eyck y El Bosco. El mismo cuya descripción jesuítica aterrorizaba los sueños del retratado artista adolescente Stephen Dedalus ("ilimitada extensión de tormento, increíble intensidad de dolor, incesante variedad de tortura", según la traducción de Dámaso Alonso) y que, casi verbatim, escuché en mi infancia sobrecogida de otro sádico cura durante unos (obligatorios) ejercicios espirituales. Me detengo en el infierno de El Bosco (sin necesidad de trasladarme al Prado) gracias a las estupendas ilustraciones del estudio de Hans Belting sobre El jardín de las delicias, publicado por Abada. No me extraña que en esa fascinante celebración de la Utopía -y de la Distopía, claro- los espectadores de los cinco últimos siglos hayamos visto tantos paraísos e infiernos diferentes. Escruto la ominosa oscuridad de la tabla derecha, un averno terrible y enigmático iluminado por los incendios de las ciudades del pecado, para ver si entre los condenados que allí se retratan encuentro a monseñor Martínez Camino, el muy atareado dispensador de excomuniones: no me habría extrañado hallarlo, dadas las facultades visionarias del genial artista. Tampoco vislumbro al cantante Sabina entre los eternamente torturados por instrumentos musicales, ni a la señora Rahola entre los incontinentes (verbales), ni a ninguno de los demás fantasmas que pueblan mis propias (y neuróticas) pesadillas nocturnas (incluido, claro, el señor Camps, tan trajeado). Obtengo alivio a tanto mal en dos libros recientes que exploran desde ángulos distintos la figura de Yehoshua ben Yosef, más conocido en nuestra tradición por Jesús, fundador de la religión a cuyo amparo se siguen pronunciando anatemas a diestro y siniestro (más bien lo último). En la Investigación sobre Jesús (Debate), Corrado Augias (periodista) y Mario Pesce (historiador del cristianismo) debaten con fundamento y seriedad acerca de la realidad y los mitos construidos en torno a la figura histórica de Cristo. En Las aventuras del niño Jesús (RBA), Alberto Manguel selecciona con (buen) criterio textos literarios de muy distinto origen (desde los Evangelios y la Gnosis a escritos de los hermanos Grimm, Renan, Papini o Auden) acerca de la infancia de Aquel al que la tradición hace (re)nacer cada 25 de diciembre en un pesebre de Belén, rodeado de su madre, su padre (putativo: reléase El lenguaje de las fuentes, de Martín Garzo, 1994), una vaca, un buey, pastorcillos adoradores (en Catalunya un caganer investido de dignidad estatutaria) y magos del lejano Oriente. En la nueva iconografía (y a menos que la conferencia de Copenhague ponga remedio) todos ellos (incluidos los camellos) estarán provistos de máscaras anticontaminación conectadas a botellas de oxígeno. En el exterior del escenario, eso sí, seguirá sonando en sordina el ande, ande, ande, la Marimorena.

Librerías

Elogio de la librería. No de cualquiera: nunca compro libros en las de los hipermercados (donde sí suelo adquirir zanahorias) y casi nunca lo hago en la Fnac o en El Corte Inglés, por razones parecidas a las que me llevan a evitar esos "cinódromos" multitudinarios (tipo Cinesa Proyecciones, en Madrid) en los que todo me resulta hipertrofiado y molesto. ¿Que soy elitista? Bueno, pues sí: qué le vamos a hacer, mientras me dejen. Para mí comprar libros e ir al cine tienen algo de liturgia secreta y gozosa, placeres incompatibles con las pilas faraónicas de superventas previsibles, las colas en las cajas y el estentóreo crujido simultáneo de centenares de palomitas. Me gusta, además, que en las librerías haya (verdaderos) libreros o libreras, cofrades de una especie en peligro de extinción de cuya experiencia y consejo puedo fiarme. Alguien con criterio y gusto personal que disponga los libros para sorprenderme, sugerirme, despertarme curiosidades, mostrarme sugerentes conexiones: alguien que no se comporte como un tendero (o un mero cobrador) y que me haga sentir que necesito leer ese libro con el que no contaba. Eso es lo que marca la diferencia con Amazon, donde adquiero (más barato y en otro idioma) sólo lo que busco. Me dicen mis topos que estas navidades la ministra de Cultura va a regalar (también) libros electrónicos (contenidos, claro, no soportes): no me parece mal, es un gesto. Pero no hay que olvidar la librería tradicional: ahí sigue (por ahora), cálida y precaria, cargada de discretos tesoros, recordándonos con su mera presencia familiar lo banal que sería un mundo en el que hubieran desaparecido o en el que se hubieran convertido en lugares pintorescos, piezas de museo exóticas, arqueologías toleradas de sociedades extintas. Estas navidades regálense una visita a la librería. Pasen y gocen, hojeen, pregunten. Con cada compra se llevarán todo un mundo.

Madrid

Entre mis más lamentables errores de los últimos tiempos (aparte de atribuir las memorias de Casanova, publicadas por Atalanta, a una editorial de la competencia) debe contarse el olvido en el que he mantenido a la Gran Vía durante mis semanales derivas ciudadanas en pos de ocultas psicografías urbanas. Y es que a la gran arteria madrileña, que cumple ahora cien años (en los que ha pasado casi todo), se la suele dar por supuesta. Me la ha recordado el imprescindible ensayo ilustrado de Edward Baker Madrid cosmopolita. La Gran Vía, 1910-1936 (Marcial Pons) en el que la célebre calle despliega toda su historia cultural: desde sus orígenes (ya presentes en la zarzuela precursora de Chueca y Valverde) hasta su consagración como una especie de Broadway de la modernidad madrileña, cuando en ella se concentraba no sólo buena parte de la industria cultural y del espectáculo (allí se celebró el nacimiento del sonoro, publicitado lacónicamente como "vea y oiga"), sino el consumo más moderno (grandes almacenes) y la hostelería más avanzada (incluyendo el legendario Chicote, que tanto juego daría). Si le gusta Madrid (aunque esté harto de la ciudad, y de su incombustible edil-topo), éste es su libro para estas navidades.

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