Columna

En contra del amor (romántico)

Un amigo dijo entonces: "cuánto daño ha hecho a la humanidad el amor romántico". Y nos quedamos callados, quizás aún más callados por lo que había en la frase de verdad. El mundo está atestado de damnificados cuya única desdicha radica en la imposible búsqueda de un amor al cinematográfico modo. Millones de artefactos artísticos, desde poemas provenzales hasta canciones pop, desde novelas decimonónicas hasta películas de cine, todo un universo que promete la felicidad perpetua se impone, como un tremendo imperativo, que si no alcanza todos sus extremos exige la ruptura y volver a empezar. La l...

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Un amigo dijo entonces: "cuánto daño ha hecho a la humanidad el amor romántico". Y nos quedamos callados, quizás aún más callados por lo que había en la frase de verdad. El mundo está atestado de damnificados cuya única desdicha radica en la imposible búsqueda de un amor al cinematográfico modo. Millones de artefactos artísticos, desde poemas provenzales hasta canciones pop, desde novelas decimonónicas hasta películas de cine, todo un universo que promete la felicidad perpetua se impone, como un tremendo imperativo, que si no alcanza todos sus extremos exige la ruptura y volver a empezar. La levedad de las relaciones personales, el carácter banal y huidizo del matrimonio, se basan en una profunda infelicidad: o el amor es un orgasmo de veinticuatro horas al día o hay que liquidarlo. La tele, ese estúpido director espiritual, nos lo aconseja. En la búsqueda radical de un imposible, la gente acaba gritándose, insultándose, pegándose. Todo a cuenta de un impracticable idealismo que exige a los obreros, a los fotógrafos, a los dentistas, un estado mental de inspiración hollywoodiense. A ciertos guionistas hay que partirles la cara antes de que empiecen a escribir.

"Amor, amor, catástrofe", escribió Pedro Salinas. Pero hubo un tiempo, o unas vagas aldeas, en que el amor no era esa pamplina edulcorada y pegajosa, sino un compromiso rubricado con sangre y con aliento, una alianza en que hombre y mujer arrimaban el hombro, se entregaban la vida, todos los días de la vida, y criaban más hijos que los dedos de sus manos, sin manual de pedagogía, sin aguantar ningún psicólogo. Y el amor resistía oscuridades, bajo el pulso de hembras que cerraban su casa a los extraños y varones que salían cada día, antes del alba, a darse de puñetazos con la vida.

Ojalá el amor tuviera que superar las enemistades familiares de Romeo y Julieta, ojalá tuviera que enfrentarse a tribunales, censuras, prejuicios, ejércitos, tiranos. Ojalá fuera tan fácil como eso. No lo es. Lo que el amor tiene que superar es aún más duro. Tiene que superar un par de calcetines olvidado en el brazo de un sofá, el hedor del lavavajillas antes de ponerse en marcha, la extenuación de un día de trabajo cuando lo que queda por delante no es huir de la Gestapo sino preparar la cena de los niños. Nunca hablamos del tema, pero mi amigo dio en el clavo: el amor romántico, qué mentira, qué estupidez, qué gran putada. Le es imputable la hilera de rupturas que encadena cualquier alma inocente, sometida al dictado de una depravada agrupación de novelistas y cineastas, o todavía peor, de tarados que en la tele mienten como bellacos cada vez que cuentan su vida.

El amor es gente acompañándose en un lugar pequeño donde no suenan violines. Amor a palo seco: tal que así. Y eso deslumbra y ofende, a partes iguales, en su terca insistencia, en su leal integridad.

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