Columna

Románticos

Después de diez años de obras y zozobras, el Museo Romántico de Madrid está a punto de reabrir sus puertas y creo que yo estaré allí el primer día, haciendo cola para volver a pisar los renovados recintos de este palacete neoclásico que solía frecuentar en los lejanos tiempos de mi adolescencia con fines espurios que poco tenían que ver con el Arte, la Historia, o la Cultura. El Museo Romántico, hoy Museo Nacional del Romanticismo Español, ubicado en la galdosiana calle de San Mateo, fue para mí, en aquellos años de penuria, económica y emocional, un hospitalario refugio cuando las adversidade...

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Después de diez años de obras y zozobras, el Museo Romántico de Madrid está a punto de reabrir sus puertas y creo que yo estaré allí el primer día, haciendo cola para volver a pisar los renovados recintos de este palacete neoclásico que solía frecuentar en los lejanos tiempos de mi adolescencia con fines espurios que poco tenían que ver con el Arte, la Historia, o la Cultura. El Museo Romántico, hoy Museo Nacional del Romanticismo Español, ubicado en la galdosiana calle de San Mateo, fue para mí, en aquellos años de penuria, económica y emocional, un hospitalario refugio cuando las adversidades meteorológicas dificultaban los paseos al aire libre y la exigua paga semanal no alcanzaba para otros disfrutes, como el cine de sesión continua o el baile dominical, y mucho menos si había que invitar a las chicas de ayer como establecían los ritos del cortejo a mediados de los años sesenta. No recuerdo haber visitado en solitario los salones y los rincones del viejo palacio del marqués de Matallana. La visita al museo formaba parte de las someras tácticas de seducción al alcance de mis depauperados bolsillos; entre obras de arte y mobiliario de artesanía yo desplegaba mis recién adquiridos conocimientos sobre el romanticismo, recitaba al oído de mi presunta pareja versos de Bécquer y me temo que también de Zorrilla y de Espronceda. El porcentaje de éxitos se equilibraba con el de fracasos. Había chicas inmunes al tratamiento romántico y otras tantas que se abrían al beso rápido y a la caricia fugaz, a espaldas del veterano cancerbero, guardián único y paciente de los tesoros museísticos que tras haber comprobado que lo único que se robaba allí eran los besos, atemperaba su celo vigilante y transigía con nuestras carantoñas y arrumacos.

La visita al museo formaba parte de las tácticas de seducción al alcance de mis bolsillos

De los tesoros del museo que yo había convertido en escenario recuerdo sobre todo un cuadro arrinconado en un ángulo oscuro de la sala de música, junto a un arpa olvidada de becquerianas resonancias, una pintura de pequeño formato, obra de Alenza, la feroz caricatura de un suicida romántico desmelenado y en camisón a punto de arrojarse al precipicio. Parada obligatoria era también el retrete de Isabel II, disimulado en un gabinete forrado de raso. Y, sobre todas las cosas, las pistolas de Mariano José de Larra; con una de las dos se había levantado el genial cronista la tapa de sus privilegiados sesos.

Aromas de Bécquer y flatulencias de Su Venal Majestad. De los muros del museo colgaban también algunas pinturas costumbristas de Valeriano Bécquer, hermano de Gustavo Adolfo, que ilustrara con brutal sarcasmo las peripecias venéreas de la descocada reina. Los grabados pornográficos y satíricos de los dos hermanos no figuraban, ni deben figurar hoy, entre los fondos del museo. Hace un par décadas una editorial audaz los publicó en un libro titulado Los Borbones en pelota que no tardó mucho tiempo en desaparecer misteriosamente de las librerías. Larra, y Bécquer, y la insaciable reina Isabel dotaban al museo de un aura especialísima, a mitad de camino, como el romanticismo, entre lo sublime y lo grotesco. Reorganizado, rehabilitado e iluminado con profesionalidad y esmero, el renovado museo Romántico ocupará, sin duda, el singular puesto que le corresponde en la oferta artística, histórica y cultural de la urbe. El Romanticismo español, "suspirillos germánicos" para sus detractores de la época, dejó a su paso una fértil y libérrima producción entre el exceso y la genialidad, por encima de los tópicos y las descalificaciones. España era la meca de los viajeros románticos que buscaban entre las ruinas del fenecido Imperio el exotismo y el malditismo que habían alimentado la leyenda negra. Por su parte, los románticos españoles se vieron obligados a luchar contra la incomprensión y la burla de sus severos coetáneos con una obra desmesurada y desigual. Espíritus libres condenados a la banalización y al oprobio.

En los años de la movida, los neorrománticos fueron, ante todo, una tribu urbana marcada por la moda más que por la obra; los últimos románticos fueron otros, antihéroes que cambiaron la pistola de Larra por la hipodérmica, la tuberculosis, enfermedad endémica de sus predecesores, dio paso al sida. Carne de cañón autoinmolada y febril, callejera y perdida, murieron jóvenes, pero no dejaron bellos cadáveres, nunca lo son. Hoy sus patéticos fantasmas vagarán quizás por los salones y corredores del museo y descansarán a la sombra del magnolio centenario de su patio.

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