Columna

Pecador de la pradera

Siempre he pensado que en el fondo el PNV no era tan conservador, aunque lo hiciera pensar su raíz rural en algunos territorios o que su alcanforado lema Jaungoikoa eta lege zaharra ("Dios y ley vieja") revelara su origen cristiano y su pasión por el pasado. En el fondo, en el PNV han vivido siempre muchas sensibilidades, que algunas direcciones del partido han tratado de conciliar de la forma más sencilla y menos sincera para quitarse muertos de encima: la abstención en los debates sociales, alambicada siempre con alguna triquiñuela parlamentaria. Es difícil no sólo en el PNV, sino en ...

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Siempre he pensado que en el fondo el PNV no era tan conservador, aunque lo hiciera pensar su raíz rural en algunos territorios o que su alcanforado lema Jaungoikoa eta lege zaharra ("Dios y ley vieja") revelara su origen cristiano y su pasión por el pasado. En el fondo, en el PNV han vivido siempre muchas sensibilidades, que algunas direcciones del partido han tratado de conciliar de la forma más sencilla y menos sincera para quitarse muertos de encima: la abstención en los debates sociales, alambicada siempre con alguna triquiñuela parlamentaria. Es difícil no sólo en el PNV, sino en cualquier partido, conciliar las creencias de religiosos y ateos, opusdeístas y socialdemócratas, hasta de hombres y mujeres.

La postura ante el aborto manifestada por el PNV ha cerrado su primer largo camino, que quizás comenzó cuando fue obligado a salir por el PP de lo que venía siendo la Internacional Democristiana, paradigma durante muchos años para un partido muy apegado a la religiosidad de párrocos y estudiantes de Teología. Fuera de allí, el PNV ha ido construyendo su identidad con la lentitud que siempre acompaña las transformaciones sociales que afectan a las cuestiones de fe. En cualquier caso, el partido de Sabino Arana ha ido más rápido que la Iglesia, que le ha reprochado su apoyo a la ley del Aborto.

La Iglesia oficial ha ido incluso más lejos y ha instaurado la culpa de pecador público, convirtiendo a todos los votantes favorables de esa ley en pecadores de la pradera, excomulgables, algo así como asesinos públicos. Cuando a la Iglesia le da el ramalazo se tumba en el diván de la Inquisición, jaleada por esas manifestaciones de kikos y antiabortistas que lo mismo te cantan un salmo que te descerrajan un insulto de esos que queman en la boca.

La Iglesia se ha echado a la calle, que es algo muy distinto que salir a la calle. El aborto es su penúltima batalla, la más sentimental. La de la educación tiene un sentido más práctico, ya que pone en juego una de las actividades más productivas de la religiosidad. Llevar el debate del aborto a un asunto entre la vida y la muerte es tan excesivo como condenar a una mujer violada a parir por obligación divina o resignar al enfermo terminal a una muerte en vida negándole el derecho a la eutanasia. Algún día la Iglesia deberá plantearse que el sufrimiento no es una bendición de Dios, que el sida que asuela África, por ejemplo, no es una bendita plaga irremediable, que las mujeres no traen creyentes al mundo, sino hijos deseados.

¿Se imagina la Iglesia el gran papel que podía desarrollar en la lucha contra el sida si se quitara el miedo al preservativo y dejara de considerar el placer como un pecado del demonio? Ésa es una buena manera de luchar contra el aborto, más eficaz y menos pacata que cantar cancioncitas con los kikos y lanzar excomuniones a tutiplén como en sus eternos viejos tiempos.

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