Columna

Solipsismo

Hay testimonio de que, cuando un amigo le reprochó al poeta Wallace Stevens que no entendía su poesía, éste le respondió: "Chawley, no es necesario que tú entiendas mi poesía ni la de ningún otro. Lo que sí es necesario es que quien la escribe la entienda...Yo la entiendo; esto es lo único necesario". Bueno, creo que a esto se le llama solipsismo. Es posible que Stevens considerara la lectura de un poema una experiencia, un acto de reescritura por parte del lector -una idea que tomo de Helen Vendler-, pero en esa experiencia el lector terminaría entendiendo su propio poema. Cierto que c...

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Hay testimonio de que, cuando un amigo le reprochó al poeta Wallace Stevens que no entendía su poesía, éste le respondió: "Chawley, no es necesario que tú entiendas mi poesía ni la de ningún otro. Lo que sí es necesario es que quien la escribe la entienda...Yo la entiendo; esto es lo único necesario". Bueno, creo que a esto se le llama solipsismo. Es posible que Stevens considerara la lectura de un poema una experiencia, un acto de reescritura por parte del lector -una idea que tomo de Helen Vendler-, pero en esa experiencia el lector terminaría entendiendo su propio poema. Cierto que con esta transferencia de autoría se superaría el hueco solipsista, pero siempre para caer en otro solipsismo. ¿Puede ser el mismo ese poema para todos los lectores que lo entiendan? Sea como sea, es un hecho que a Stevens lo ha entendido, y malentendido, mucha gente, y es también un hecho que yo no pretendo hablar de Stevens, sino del mundo.

Dios creó el mundo, y lo entendió, es un suponer. Tal vez no sea difícil rescribir un poema ajeno, pero recrear un mundo ajeno se me antoja una tarea más ardua. ¿Cómo entender entonces este mundo del que somos parte? Y si no podemos entenderlo, y si su creador ha muerto, ¿nos queda otra alternativa que la de vivirlo sin más?, ¿acaso la de crear una ficción sobre él que nos permita asentarnos en un jardín a la medida? También esto sería solipsismo. Me ocurre que hace unos cuatro años tenía una idea, una ficción, sobre el mundo, y que pasado ese tiempo esa idea ya no me vale para nada. Lo encuentro todo desolador, peor aún, vulgar, muy vulgar, y me entra un deseo apremiante de encerrarme en mi crisálida. Al menos, allí podría reírme. Pues me ocurre también que no encuentro motivo para la risa hasta donde alcanzan mis sentidos. Se me antoja todo un concurso de sinvergüenzas ante el que nos sentamos a aplaudir y a otorgar el premio. Un día de estos, sin embargo, pude reírme entre tanta desvergüenza.

Leí en este periódico que el Gobierno valenciano -que es toda una chistera de maravillas- iba a reconocer a los embriones los mismos derechos que a los ya nacidos para la obtención de ayudas en los planes de vivienda. ¿Y para pagar la entrada del cine? ¿Habrá una tarifa especial para embriones? ¿Podremos leer que tal película tuvo dos millones de espectadores y 50.000 embriones? ¿Se los incluirá en el censo? La verdad es que la medida me parece de lo más coherente viniendo de quienes viene. Si los rituales mortuorios también subrayan nuestra humanidad, es extraño que los embriones no tengan esquelas, ni entierros. Tampoco funerales. Es verdad que la Iglesia no celebra ceremonias para los no bautizados, pero la ciencia ha avanzado una barbaridad y, ¿qué tal si introducimos los bautizos intrauterinos? ¿Por qué sí unos días después y no unos días antes? Ese porqué señala una impostura, y en mi cabaña solipsista resulta más festivo que un quinquenio de fallas.

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