Columna

'The falling'

Yo bajaba la escalera central del edificio en que trabajo y lo hacía a mi ritmo (que no es precisamente el de un velocista jamaicano, sino el de un filosofo de pueblo), cuando un mal paso alteró la armonía de la marcha, descompuso mi estampa, quebró los equilibrios naturales y dio con mi augusto cuerpo en tierra, en una especie de singular demolición. Allí fueron noventa kilos de humanidad desparramada, sobre el duro suelo de mármol-imitación, rota la correa del reloj, el móvil destripado, un dolor intenso en las muñecas y en la pierna derecha, y, sobre todo, otro dolor (más afilado) que surgí...

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Yo bajaba la escalera central del edificio en que trabajo y lo hacía a mi ritmo (que no es precisamente el de un velocista jamaicano, sino el de un filosofo de pueblo), cuando un mal paso alteró la armonía de la marcha, descompuso mi estampa, quebró los equilibrios naturales y dio con mi augusto cuerpo en tierra, en una especie de singular demolición. Allí fueron noventa kilos de humanidad desparramada, sobre el duro suelo de mármol-imitación, rota la correa del reloj, el móvil destripado, un dolor intenso en las muñecas y en la pierna derecha, y, sobre todo, otro dolor (más afilado) que surgía del fondo del alma, allá donde habitan el sentido del ridículo, la autoestima, el amor propio.

En la escalera central, siempre atestada de funcionarios, no hubo entonces nadie que asistiera al espectáculo. Recompuse el gesto, me arrastré hasta uno de los butacones, reuní la energía necesaria para estibar mis noventa (noventa y pico, en fin) kilos de peso y permanecí convaleciente, entre dolores sin cuento. Sólo tras un buen rato volví a ponerme en pie, reuniendo con trabajo las piezas dispersas de ese mecano que lleva el nombre mío.

Pasé el resto del día en un imprevisto ejercicio de anticipación de lo que debe sentir un octogenario. Renqueaba yo, campus arriba, campus abajo, entre muchachas en flor y muchachos con hormonas no menos florecientes; naturaleza, en fin, pujante y desbordada. En medio de su cruel indiferencia arrastraba la pierna derecha como un herido de guerra o, a lo peor, apenas como un cojo. Ciertamente nadie me humillaba, pero se superponían las limitaciones físicas, las leyes gravitatorias, las imposiciones de la edad. Ellas explicaban el mundo. Qué día más cruel, me dije, en exacta prefiguración de los días aún peores que vendrán en el futuro, días en que dolerán los huesos sin esperanza alguna de que dejen de doler.

En el autobús nocturno soñé con universitarias que me cedieran el asiento y a las que después yo dirigiera un cortés y compungido "muchas gracias, señorita". Pero no hubo ocasión: realmente embarqué de los primeros y encontré asiento. Después cambié de sitio para estar junto a una amiga, y un maromo emergió de la tiniebla, superó la agrupación de corzas y ocupó, sin dar las gracias, mi antiguo asiento, como un bisonte enfadado.

Luego vino un día de convalecencia, y con él las placas, las palabras de aliento de aquella traumatóloga, la ingesta de antiinflamatorios. Y más tarde era de ver la ternura con que se interesaron por mi estado altísimas jerarcas de la institución en que trabajo. "¿Qué tal estás?", me preguntaban, una tras otra, no como si fuera su hijo, claro, pero sí como si fuera, digamos, un sobrino segundo o el tío solterón. Reanimado por interés tan maternal, sentí que la caída me había enseñado algunas cosas y que también, gracias a ella, me había hecho querer. A cierta edad, eso no es poco.

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