Columna

Travestismo urbano

Hollywood es muy proclive a premiar el travestismo. Una niña de siete años interpretando a una anciana desfigurada con la movilidad reducida a su pie izquierdo es una apuesta segura para ganar un Oscar. Esta misma filosofía que aplaude el maquillaje, la artificiosidad y la histriónica transmutación de personalidades ha galardonado a La Noche en Blanco y al mercado de San Miguel como mejores iniciativas de 2009. La semana pasada se concedieron los premios Millésime, patrocinados por el Ayuntamiento de Madrid y otorgados por un jurado de expertos gastronómicos y periodistas de los principales me...

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Hollywood es muy proclive a premiar el travestismo. Una niña de siete años interpretando a una anciana desfigurada con la movilidad reducida a su pie izquierdo es una apuesta segura para ganar un Oscar. Esta misma filosofía que aplaude el maquillaje, la artificiosidad y la histriónica transmutación de personalidades ha galardonado a La Noche en Blanco y al mercado de San Miguel como mejores iniciativas de 2009. La semana pasada se concedieron los premios Millésime, patrocinados por el Ayuntamiento de Madrid y otorgados por un jurado de expertos gastronómicos y periodistas de los principales medios de comunicación españoles.

La Noche en Blanco es, efectivamente, todo un espectáculo. Lo de menos son las propuestas culturales. ¿Qué sentido tiene ver un museo o un concierto de gente aporreando tupperwares de madrugada? Lo fascinante es el propio acontecimiento, el efectismo de la velada. Poder transitar por el medio de la Gran Vía o de la Castellana es excitante en sí mismo. La excusa de la orgía cultural atrae a miles de madrileños que representan el auténtico show: hordas de presuntos consumidores culturales compulsivos, supuestos yonquis en busca de su dosis de exposición fotográfica y de poesía recitada, teóricos zombies gafapasta vagando por unas calles que, a su vez, se han transformado en un parque temático de la cultura, en un Disneylandia de calzadas cortadas, de tenderetes y edificios iluminados.

Madrid disfruta despojándose de su personalidad castellana, austera y sosa

Madrid disfruta disfrazándose, despojándose de su personalidad irremediablemente castellana, austera y sosa. La Noche en Blanco está maquillada de focos y música en las plazas; lo extraordinario es que el paisaje se vuelve irreconocible, que de repente Madrid no parece Madrid y dentro de ese escenario improvisado y ficticio, transitorio y maleable, también podemos fingir que somos ciudadanos alejados de nuestras rutinas, urbanitas interesados por las exposiciones y las conferencias nocturnas.

Sin embargo, muchos treintañeros (y de esa edad para arriba) conciben la Noche en Blanco como el día obligado para quedarse en casa ajenos al bullicio, a los incómodos cortes al tráfico y la imposibilidad de reserva en los restaurantes. En realidad son los adolescentes y los veinteañeros quienes utilizan la excusa de la festividad cultural para llegar a casa más tarde, para gozar de un botellón autorizado en plaza de España y para consumir porros, risas y besos en la penúltima noche templada del año. Mientras Sanidad planea realizar una campaña para frenar la creciente ingestión de alcohol por parte de los menores (uno de cada tres reconoce haberse emborrachado en los últimos tres días), los jóvenes madrileños aprovechan la Noche en Blanco para ponerse ciegos.

El propio mercado de San Miguel, también galardonado, es un espacio insólito en Madrid, un flamante escaparate social, una nueva fórmula de exotismo gastronómico. Dentro de la estructura de madera y hierro, siendo vaporizado por los aspersores que suplen al aire condicionado y rodeado de guiris y gente cool, uno se siente en un nuevo Madrid. Se trata de escapar de los lugares de siempre, de encontrar rincones diferentes donde ponernos camisas que sólo éramos capaces de usar en el extranjero.

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Los Millésime se han acordado de premiar al mejor hotel y el agraciado ha sido el Urban por disponer de una de las terrazas nocturnas más visitadas de la capital. La moda de los lounges, los chill outs y los cóctel-bars con vistas a los tejados del centro se suma al creciente fenómeno del travestismo urbano. Ahora Madrid, por primera vez, tiene paisaje, un panorama atractivo del que carece cualquier metrópoli como ésta, plana y sin mar. Sobre una de esas terrazas, en una noche de verano, uno se siente de vacaciones, y las vacaciones para el madrileño están en cualquier lugar menos aquí.

El problema de esta ciudad, de sus juegos camaleónicos, de sus ocurrentes iniciativas como la del mercado de San Miguel o como la de la propia exposición de Sorolla en El Prado (también galardonada con un premio Millésime a la mejor muestra cultural del año), es su prematura muerte de éxito, su fenecimiento por masificación. Aunque juguemos a que esto no es Madrid ni somos madrileños, aunque nos demos premios y noches en blanco siempre seremos los mismos, ni más ni menos. Bueno, siempre más que menos.

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