AL CIERRE

A nuestros viejos amores

No hay nada como los primeros amores. El mío fue Françoise Hardy, aunque nos separaban la edad, el hecho de que ella era una reconocida cantante parisina y yo sólo un reservado adolescente barcelonés mermado por los curas, y el pequeño detalle de que nunca llegamos a conocernos. Eso no impidió, qué va, que la adorara, hiciera de Tous les garçons et les filles la banda sonora de mi vida y llevara en la cartera su retrato meticulosamente recortado de una funda de casete. Aún es pensar en ella y ponerme a suspirar. Acabo de leer su autobiografía Le désespoir des singes (Éditions Rob...

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No hay nada como los primeros amores. El mío fue Françoise Hardy, aunque nos separaban la edad, el hecho de que ella era una reconocida cantante parisina y yo sólo un reservado adolescente barcelonés mermado por los curas, y el pequeño detalle de que nunca llegamos a conocernos. Eso no impidió, qué va, que la adorara, hiciera de Tous les garçons et les filles la banda sonora de mi vida y llevara en la cartera su retrato meticulosamente recortado de una funda de casete. Aún es pensar en ella y ponerme a suspirar. Acabo de leer su autobiografía Le désespoir des singes (Éditions Robert Laffont, 2008) y ha sido como retomar la relación, pero desde una perspectiva más adulta. Quién me iba a decir que mi idolatrado canard imperial, como la llamaba Vadim, se consideraba un patito feo por su "morfología andrógina", era tímida a morir, estuvo acomplejada por no tener la regla hasta los 14 años y sufría de mal d'amour casi tanto como yo.

Nacida durante una alerta aérea el 17 de enero de 1944, la Hardy era hija ilegítima de un hombre rico casado que las mantuvo a su madre, a ella y a su hermana pero dejándolas siempre en un discreto segundo plano. La vida de la cantante rezuma una tristeza tan enternecedora que te pone contínuamente al borde de las lágrimas, igual que Ma jeneusse fout le camp o Comment te dire adieu. Tuvo suerte en su carrera pero la ves atravesar ese mundo proceloso del show business armada sólo de su candor y su guitarra y se te va el alma a los pies. Revela que siempre le han gustado los hombres reservados y a la defensiva, complicados, así que, lo que hay que ver, yo podría haber sido su pareja tanto como Jacques Dutronc.

La lectura de su libro me ha puesto en un estado de melancolía tan desmedida que he dado en revisitar el bar Friends, en la calle de Ricardo Calvo, el lugar donde conocí, en las postrimerías de 1977, mientras leía Sidharta, frecuentaba el Crac's de Caldetas y tenía a David Hamilton por la cumbre de la sensibilidad, a C. A., una jovencita maravillosa que se parecía extraordinariamente a Françoise Hardy y hasta tenía los ojos más bonitos. El Friends, claro, dejó de existir hace muchos años, pero qué importa. Yo monto guardia a su puerta con una absurda esperanza y me digo que los viejos amores, los que nunca mueren, ni te reemplazan ni te decepcionan, tienen algún día, por fuerza, que regresar.

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