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El compromiso

El compromiso siempre ha formado parte del lenguaje revolucionario. Los que vivimos cierta época aprendimos que asumías ciertos compromisos o podías ser, en términos políticos (y biológicos), alguien prescindible. El compromiso nada tenía que ver con emprender unos estudios y terminarlos, ni prometer fidelidad a una persona y cumplir esa promesa. El compromiso era una cosa política y abstracta, que más que con la conducta personal tenía que ver con la retórica de noctívagos parlantes. Sin embargo, terminó la dictadura franquista y, en vez de una Iberia sovietizante, asomó una aburrida, burgues...

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El compromiso siempre ha formado parte del lenguaje revolucionario. Los que vivimos cierta época aprendimos que asumías ciertos compromisos o podías ser, en términos políticos (y biológicos), alguien prescindible. El compromiso nada tenía que ver con emprender unos estudios y terminarlos, ni prometer fidelidad a una persona y cumplir esa promesa. El compromiso era una cosa política y abstracta, que más que con la conducta personal tenía que ver con la retórica de noctívagos parlantes. Sin embargo, terminó la dictadura franquista y, en vez de una Iberia sovietizante, asomó una aburrida, burguesa y confortable democracia.

La mayoría de los comprometidos decidió tomárselo con humor, encajar el golpe, pero una parte mantuvo el compromiso, sobre todo en el paisito, uno de los pocos rincones de Europa donde la violencia política aún se justificaba. Y aquí es donde el compromiso revolucionario asoma con desgarro: ¿verdaderamente mantienen los comprometidos su compromiso? Es de esperar que sí. Los resistentes que se han opuesto a toda clase de abominables proyectos (el Metro, el Guggenheim, el Kursaal, el tren de alta velocidad) tienen ante sí una dura prueba de la entidad de su coherencia, porque debe ser muy duro mantener ciertos compromisos. Debe ser muy duro no pisar jamás el Guggenheim y prohibir a tus hijos que lo hagan. Debe ser muy duro lanzarte en plancha si tu novia se distrae y dirige sus pasos al Kursaal. Debe ser muy duro negarte a tomar el metro (al que tantas almas comprometidas se opusieron con furor) y preferir, desde Santurtzi a Bilbao, venir por toda la orilla.

Cuando se construya el tren de alta velocidad las personas comprometidas con el medio ambiente y enfrentadas al codicioso capital seguirán cogiendo la burra de las siete treinta para ir a Madrid, a París o a Lisboa. Tanta movilización (y tanta violencia, y tanto asesinato) encontrará una trinchera más pacífica: resistirse a montar en el insólito artefacto. Y es que el compromiso comporta numerosas limitaciones espaciales: no puedes ir al hipermercado, no puedes subirte al tren de alta velocidad, no puedes entrar al Guggenheim, no puedes llevar a los niños a Disneylandia. Un sistema universitario adaptado al proceso de Bolonia llenará el paisito de comprometidos objetores que renunciarán a tan proterva y malsana educación. Admirable compromiso el de tanta gente que se niega a esto, a lo otro, a lo de más allá, porque se negarán también mañana... ¿no?

El compromiso queda bien, pero en la vida privada uno barre para casa. La verdadera derrota de la utopía totalitaria no es económica o tecnológica: es una derrota moral. Cuando funcione el tren de alta velocidad habrá que ver cuántos vociferantes, a la chita callando, se arriman a los nuevos andenes y con el rostro embozado, para no ser reconocidos, piden en ventanilla sus billetes.

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