Columna

'Conspiranoias'

Este mes de agosto ha estado políticamente centrado en dos grandes cuestiones. A escala internacional, por el final oficial de la crisis, a los dos años justos de iniciarse en los EE UU con el pinchazo de la burbuja hipotecaria subprime, cuyo agravamiento se generalizó tras la caída de Lehman Brothers un año después, generando un pánico bursátil que colapsó el sistema financiero para afectar después a la economía real. Entonces los Gobiernos occidentales, con el presidente Bush en cabeza, decretaron el estado de excepción y pasaron a declarar una guerra preventiva contra la crisis sisté...

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Este mes de agosto ha estado políticamente centrado en dos grandes cuestiones. A escala internacional, por el final oficial de la crisis, a los dos años justos de iniciarse en los EE UU con el pinchazo de la burbuja hipotecaria subprime, cuyo agravamiento se generalizó tras la caída de Lehman Brothers un año después, generando un pánico bursátil que colapsó el sistema financiero para afectar después a la economía real. Entonces los Gobiernos occidentales, con el presidente Bush en cabeza, decretaron el estado de excepción y pasaron a declarar una guerra preventiva contra la crisis sistémica que amenazaba con destruir el capitalismo, corriendo a salvarlo mediante ingentes planes de rescate bancario financiados con cargo al contribuyente (un 15% del PIB occidental). Pues bien, semejante socialización de las pérdidas ha tenido éxito, ya que el sistema bancario se ha salvado. De ahí que el pasado agosto todas las autoridades, con Obama y Bernanke a la cabeza, hayan dado oficialmente la crisis por acabada.

El PP, ante el 'caso Correa', como el PSOE en el 'caso Filesa', ni rinde cuentas ni reconoce responsabilidades

No así en España, cuyo calendario de crisis se inició con un año de retraso respecto a su epicentro estadounidense, cursando además no como una crisis financiera sino casi exclusivamente inmobiliaria, dado el peso desproporcionado de la especulación urbanística sobre nuestra economía. Por eso el presidente Zapatero se empeñó en negar la crisis hasta que la burbuja inmobiliaria estalló por fin, destruyendo un millón y medio de empleos a lo largo del curso pasado. Y ahora, cuando el resto de Occidente ya está iniciando la senda de la recuperación, España se prepara para iniciar su segundo curso de crisis recesiva, en el que podría llegar a destruirse otro medio millón adicional de empleos, a juzgar por los 85.000 perdidos en agosto.

Pero nada de esto ha parecido interesar demasiado a la opinión pública española, que ha permanecido absorbida durante todo el verano por la sempiterna pelea entre Gobierno y oposición. La neocrispación reiniciada el curso pasado no nos ha dado tregua ni siquiera en agosto, sino que ha cobrado nuevos bríos con la nueva campaña de confabulación conspiranoica emprendida por el PP para prevenir las investigaciones judiciales del caso Correa. Ésta ha sido la auténtica serpiente de verano de la prensa española durante el pasado agosto. Pues por si no teníamos bastante con la propia conspiranoia del PP ("¡Usted no sabe a quién está investigando!"), el PSOE le ha seguido el juego tratando de devolver golpe por golpe, tras rasgarse las vestiduras haciéndose el ofendido ("¡Huy lo que me ha dicho!").

El término conspiranoia (contracción de conspiración y paranoia, o manía persecutoria) se creó para satirizar la confabulación inventada por el PP y su prensa adicta en torno al juicio por el 11-M, pretendiendo tapar sus propias responsabilidades políticas por su infame gestión del atentado con su imaginaria atribución a una falsa conjura de etarras, moritos, policías y socialistas. Pero en realidad, la primera campaña conspiranoica avant la lettre fue de autoría socialista. Me refiero a la célebre conspiración (Ansón dixit) del entonces llamado sindicato del crimen (Aznar, Anguita, Ramírez y los demás periodistas de la AEPI, junto con el juez Barbero) para derribar del poder a Felipe González mediante las denuncias de corrupción política (caso Filesa, etcétera). Pues también entonces los socialistas, en lugar de reconocer la evidencia de su propia corrupción, trataron de taparla atribuyendo el escándalo a una manipulación judicial orquestada por sus adversarios para acabar con ellos por medios fraudulentos. Y ahora el PP está haciendo con el caso Correa lo mismo que hizo el PSOE con el caso Filesa: tratar de eludir sus responsabilidades descargándolas sobre sus adversarios, presentándose como víctima inocente de su injusta persecución. Es volver del revés la trama del relato mediático con técnicas de storytelling, para evadirse de su humillante condición de acusados pasando a representar el más airoso papel de acusadores.

Lo más probable es que semejante maniobra de distracción del caso Correa le salga al PP igual de ruinosa que le salió al PSOE la suya del caso Filesa. Pero lo más grave de estas simetrías reactivas es que, al final, ninguno de los dos rinde cuentas ni reconoce públicamente sus responsabilidades. Aún estamos esperando que los socialistas, a los que su electorado recompensó con la victoria en 1993, reconozcan sus culpas por el caso Filesa. Y es de temer que tampoco el PP, a quién también recompensan sus electores, reconozca nunca sus culpas por el caso Correa. Así creen salvar en público la cara, cuando lo único que logran es dilapidar la poca legitimidad que todavía conservan.

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