Columna

¿Política y cultural?

Hace unas semanas el Congreso instó al Gobierno a suprimir varios ministerios, entre ellos, el de Cultura. La moción, impulsada por ERC, se basaba en razones de austeridad administrativa y en la consideración por parte de algunos grupos (CiU, BNG y PNV) de que las competencias de esa cartera deberían estar en las autonomías. El asunto no retuvo durante mucho tiempo la atención mediática -creo que porque el cuestionamiento competencial no se llevó muy lejos-, y por ello no protagonizó ni siquiera un boceto de debate social. Y me parece una pena, otra oportunidad desaprovechada de abrir el melón...

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Hace unas semanas el Congreso instó al Gobierno a suprimir varios ministerios, entre ellos, el de Cultura. La moción, impulsada por ERC, se basaba en razones de austeridad administrativa y en la consideración por parte de algunos grupos (CiU, BNG y PNV) de que las competencias de esa cartera deberían estar en las autonomías. El asunto no retuvo durante mucho tiempo la atención mediática -creo que porque el cuestionamiento competencial no se llevó muy lejos-, y por ello no protagonizó ni siquiera un boceto de debate social. Y me parece una pena, otra oportunidad desaprovechada de abrir el melón de un tema que está pidiendo a gritos evaluaciones y reflexiones a muchas bandas y en profundidad. Me refiero al papel y a la responsabilidad de la política en la cultura; a qué tiene que entenderse y apoyarse como cultura desde lo público, en qué condiciones y con qué instrumentos de intervención. El asunto es urgente y amplísimo. Me limitaré en estas líneas a apuntar dos cuestiones.

Insisto en que la moción parlamentaria citada hubiera concentrado más atención y debate si el cuestionamiento competencial se hubiera llevado más lejos, hasta el interior de las propias comunidades autónomas. Por ejemplo de Euskadi, donde reinan multiplicadas, superpuestas, las instancias de gestión cultural. Estamos en crisis y se nos anuncian recortes presupuestarios por todas partes; pues el momento parece el perfecto para interrogarse sobre si es conveniente o, por el contrario, contraproducente mantener tantos niveles de competencias culturales (municipios, diputaciones, Gobierno vasco), si no habrá llegado la hora de resolver esa multiplicación institucional -que en la práctica es división- en alguna fórmula de gestión agrupada que permita una mejor definición de los criterios y un mejor aprovechamiento de los presupuestos culturales. Y el momento perfecto también para dotarnos por fin de una ley de Mecenazgo que permita que las contribuciones privadas vengan a engrosar y a alegrar los recursos que pueden y deben destinarse a la cultura.

La segunda cuestión se refiere a la necesidad, creo que también urgente, de deslocalizar algunos términos del debate cultural, de trasladarlos de la institución al ciudadano. Lo habitual es que se hable de competencias culturales para referirse (como los parlamentarios antes citados) al alcance de los "poderes" que detentan, en esa materia, las distintas administraciones. Entiendo que ese término debería traducirse a más contenidos y, fundamentalmente, al de la evaluación de cuáles son las competencias culturales que los ciudadanos han adquirido, extendido, desarrollado durante el ejercicio de esos poderes institucionales. Qué (in)formación, apertura, disfrute, lucidez han sembrado en la gente esas políticas culturales concretas; y qué procesos creativos han impulsado, con qué seguimiento y proyección. Con el fin de determinar su público sentido.

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