Columna

La mano y la herramienta

Lo importante es el manejo de las cosas, algo que ha convertido nuestra vida normal, y hasta vegetativa, en un oficio, una técnica compleja que exige conocimientos específicos. Nos rodean, condicionan, sirven una interminable teoría de artilugios e inventos para hacernos la existencia sencilla y cómoda, a condición de que aprendamos el modo de empleo, no siempre al alcance de todas las comprensiones. Las bisabuelas cocinaban en fogones alimentados por leña y carbón, dominando el habilidoso juego del soplillo que mantenía la llama en los fuegos de la cocina, y con la badila de hierro controlaba...

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Lo importante es el manejo de las cosas, algo que ha convertido nuestra vida normal, y hasta vegetativa, en un oficio, una técnica compleja que exige conocimientos específicos. Nos rodean, condicionan, sirven una interminable teoría de artilugios e inventos para hacernos la existencia sencilla y cómoda, a condición de que aprendamos el modo de empleo, no siempre al alcance de todas las comprensiones. Las bisabuelas cocinaban en fogones alimentados por leña y carbón, dominando el habilidoso juego del soplillo que mantenía la llama en los fuegos de la cocina, y con la badila de hierro controlaba la ardiente ceniza del brasero que calentaba los pies y la mitad inferior del cuerpo. Todo a base de intención, buena voluntad y diligencia.

No hace mucho causaban risa los atrevidos que hablaban por el móvil por la calle, aparentemente solos
Esas facilidades atacan lo que los antiguos llamaron cultura elemental, que se aprendía en los libros

Ahora, las chapas de vitrocerámica, el microondas, las batidoras, el abanico de aparatos electrodomésticos y una amplia panoplia de aparatos cuyo funcionamiento desconozco requieren una formación autodidacta a la que, poco a poco, va incorporándose el hombre, porque no le queda otro remedio. El mundo se ha dividido en el gran sector que, con mayor o menor acierto, conoce los entresijos de los alimentos congelados con que confeccionar la comida, que ya no es el pan nuestro de cada día, y las dos o tres docenas de seres que comen y hacen ricos a los grandes chefs, de los que sabemos todo excepto el sabor de sus condimentos.

El teléfono fue la ultrajante intromisión en las paredes de las cocinas y del pasillo, para convertirse en indispensable artilugio automático, aunque hoy mucha gente prescinde del modelo tradicional fijo y emplea sólo el móvil que, entre otras ventajas, encierra la de no venir en la guía. De él depende la memoria, las direcciones de trabajo y amistosas, las señas familiares y laborales, la tecla que alerta a la policía, a los bomberos y a los servicios de urgencia. El móvil crea dependencia y genera cuidados, hay que recargarlo, revisar su despensa, aliviarle de mensajes innecesarios y tenerle siempre puesto un ojo encima, pues su tendencia es la de desaparecer en los rincones insospechados.

No hace mucho causaban risa los atrevidos que hablaban a través del móvil por la calle, aparentemente solos. Nos recordaba a quienes decían en Granada que tenían obreros y reparaciones en el hogar: perdían la chaveta. Ahora hay más teléfonos que habitantes pues la continua aparición de nuevos modelos exige la renovación instantánea. De instrumento de trabajo ha pasado a forma de vida insustituible. En los hogares más modestos, a partir de los ocho o nueve años, cada miembro de la familia es titular de un aparato, al menos.

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De puntillas se ha pasado del concepto ergonómico de la morfología humana a la dictadura del diseño industrial, que subordina nuestra comodidad a la aerodinámica ambiental. Hablo por mis contemporáneos, los que tenemos las articulaciones machacadas por la artrosis y pulsamos con dificultad en el diminuto teclado del aparato, donde vuelan ágiles los dedos jóvenes atropellando la sintaxis y la ortografía.

Un paso más, después del fuego, la rueda, la brújula, el caballo de vapor, la electricidad. Nos estropean la vida las obras de la esquina, el martillo neumático, la perforadora, tan identificadas con Madrid como lo estuvo su aire transparente y, quizá, al cabo de poco, incluso esas minúsculas cajitas serán una curiosidad arqueológica, porque se habrá generalizado la forma de comunicarse con el pensamiento. Entra en lo deseable que esto sea, pues quedarían amplios espacios totalmente liberados de interferencias.

Sin llamar la atención de quienes debieran estar atentos, esas facilidades atacan lo que los antiguos llamaron cultura elemental, que se aprendía en los libros y después -en ello estamos- por Internet, donde no tenemos que dar la vuelta a una hoja o realizar el simple gesto de fijar la atención y colocar una señal de lectura interrumpida sino, simplemente, oprimir otro botón y hacerlo cada vez que sea preciso, sin acordarnos de qué es lo que hay que recordar.

Los nuevos inventos progresan vertiginosamente, demasiado deprisa para quienes teníamos el arcaico sistema de alimentar la memoria. La mano y la herramienta van a ser una misma cosa, y a muchos nos pilla muy mayores.

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