Columna

El chantaje es inadmisible

Hace dos días unas declaraciones del conselleiro de la Presidencia me dejaron completamente atónito. Afirmaba Alfonso Rueda, al parecer sin el mínimo rubor, que "si la oposición no cesa en su actitud de confrontación, el Gobierno gallego seguirá levantando las alfombras". Estas declaraciones son mucho más graves que todo el torrente de insultos, descalificaciones e insidiosas insinuaciones que desgraciadamente monopolizan la vida política gallega desde el triunfo electoral de Núñez Feijóo, y, a mi juicio, son incompatibles con el desempeño de un cargo institucional en una democracia seria.
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Hace dos días unas declaraciones del conselleiro de la Presidencia me dejaron completamente atónito. Afirmaba Alfonso Rueda, al parecer sin el mínimo rubor, que "si la oposición no cesa en su actitud de confrontación, el Gobierno gallego seguirá levantando las alfombras". Estas declaraciones son mucho más graves que todo el torrente de insultos, descalificaciones e insidiosas insinuaciones que desgraciadamente monopolizan la vida política gallega desde el triunfo electoral de Núñez Feijóo, y, a mi juicio, son incompatibles con el desempeño de un cargo institucional en una democracia seria.

Para evitar que se puedan tergiversar mis opiniones diré inmediatamente que soy un decidido partidario de que un partido cuando llega al poder haga público, con rigor y honestidad, la herencia que recibe. Sólo así se puede evaluar seriamente la gestión que a partir de ese momento realicen los nuevos responsables políticos. La generalización de esta práctica a todos los ámbitos de la vida pública constituye además un potente anticuerpo democrático contra la indeseable impunidad a la que, bajo el eufemismo de lealtad institucional, se han acostumbrado todos los Gobiernos.

La mayoría, que legitima para gobernar, no desposee a la oposición del derecho de control y crítica

Pero una cosa es hacer pública la herencia recibida y otra muy distinta utilizar ésta de forma sesgada y como amenaza con el fin de amordazar a la oposición o condicionar su ejercicio a los límites y conveniencias del Gobierno. Eso, señor Rueda, sólo tiene un nombre: chantaje. Y quienes lo practican deben ser expulsados sin contemplaciones de la democracia.

Claro que esta indeseable situación tiene su origen en un grave error conceptual del presidente de la Xunta, que parece haber confundido mayoría absoluta con poder absoluto. Produce vergüenza ajena, transcurridas más de tres décadas de vida democrática, tener que recordar que la mayoría electoral, por muy amplia que sea, no otorga un poder ilimitado, ni exime al Gobierno del cumplimiento de las normas con arreglo a las cuales resultó elegido.

Reflexionando sobre la experiencia parlamentaria inglesa del siglo XVIII, Montesquieu escribió El espíritu de las leyes. En dicha obra formuló la teoría de la división de poderes, sobre la que se ha construido la democracia moderna. Para el barón de Secondat, cada función capital del Estado (legislativa, ejecutiva y judicial) ha de tener un titular distinto. El objetivo de todo ello es muy claro: la vigencia de la libertad, cuyo gran enemigo, según Montesquieu, es la concentración del poder.

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Así pues, la mayoría electoral, que legitima para gobernar, no desposee a la oposición de sus derechos de control y crítica al Ejecutivo, no autoriza a realizar presiones sobre los tribunales, para que éstos acomoden sus decisiones a las exigencias del guión político del Gobierno, ni puede limitar el derecho constitucional de los ciudadanos a expresar su opinión respecto a la acción del Ejecutivo.

Por eso, cuando el presidente de la Xunta intenta sumar al control del poder ejecutivo, que ostenta legítimamente, el del legislativo, el económico o el mediático, se distancia del proyecto constitucional, que los constituyentes diseñaron precisamente para que los centros de poder políticos y sociales estuviesen repartidos y equilibrados, estableciendo entre ellos el correspondiente y recíproco control.

Tampoco el talante y el estilo del presidente de la Xunta y de algunos de sus conselleiros, especialmente el ya citado Alfonso Rueda, estimulan la cultura democrática. Unos gobernantes que tienden constantemente a sustituir el debate democrático por la descalificación política y moral del adversario, o que identifican sus intereses con los de Galicia y los contraponen a los derechos y libertades de los ciudadanos, no representan precisamente un ejemplo de lealtad constitucional.

Si la Xunta de Galicia quiere evitar grandes tensiones y conflictos debe cambiar de actitud y, en primer lugar y sin demora, erradicar el chantaje y expulsar a los chantajistas de la vida pública.

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