Columna

Viejos pistoleros

Un día a Juan Marsé se le cayó un libro de la estantería en el pie, le pasa a cualquiera. Era un tocho y le dejó un dedo destrozado. El autor del libro era Baltasar Porcel, el tipo de escritor que Marsé siempre ha odiado, así que a partir de aquel momento tuvo un buen motivo para cabrearse. Un cabreo como debe ser, cargado a partes iguales de humor y mala leche. Marsé se crió en los cines de barrio. Allí aprendió la tristeza iluminada de sus personajes y esa actitud bronca, irreverente, y rematadamente sentimental que tienen todos los héroes derrotados. He visto fotos suyas de joven y era guap...

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Un día a Juan Marsé se le cayó un libro de la estantería en el pie, le pasa a cualquiera. Era un tocho y le dejó un dedo destrozado. El autor del libro era Baltasar Porcel, el tipo de escritor que Marsé siempre ha odiado, así que a partir de aquel momento tuvo un buen motivo para cabrearse. Un cabreo como debe ser, cargado a partes iguales de humor y mala leche. Marsé se crió en los cines de barrio. Allí aprendió la tristeza iluminada de sus personajes y esa actitud bronca, irreverente, y rematadamente sentimental que tienen todos los héroes derrotados. He visto fotos suyas de joven y era guapo. Sigue siéndolo a su manera, rudo, desmañado, con pinta de estar a punto de liarse a puñetazos con el matón del barrio aunque lleve todas las de perder.

Estaba elegante en la entrega del Premio Cervantes, traje oscuro, zapatos negros con cordones, como manda el protocolo. Hace mucho tiempo que le debían este premio. Él sonreía como ausente de la cosa, agobiado por los focos, con ganas de largarse a su casa o al infierno para quitarse los zapatos. Pero los viejos pistoleros no pueden escapar a su destino. Aguantó hasta el final como un valiente y después regresó a su mundo de cigarrillos turcos, de polis duros y a veces nobles, de pistola en el bolsillo de la gabardina y duelos a muerte en ese lado luminoso de los quioscos donde se exhiben los tebeos y las novelas baratas de aventuras. Un mundo habitado por niñas tísicas y soñadoras, por mujeres fascinantes que lo perdieron todo en un momento de debilidad, un lugar lleno de secretos y postales de países lejanos, de viejos pistoleros que regresan. La lealtad, la venganza, los sueños... Si quieren celebrar el Premio Cervantes dense un paseo por la feria del libro y vuelvan a entrar en la Ronda de Guinardó. Todas sus novelas son un relámpago negro en el corazón y la memoria: La oscura historia de la prima Montse, Si te dicen que caí, Teniente Bravo, El Embrujo de Shanghai (mi favorita) o Últimas tardes con Teresa, donde de un plumazo manda a tomar por saco todos los tópicos de la progresía de la época: el del obrero concienciado y el de los jóvenes señoritos revolucionarios. Su manera de ajustar cuentas con los máximos pontífices de aquellos años. Alfons Cervera dice que sólo por una novela como esa vale la pena la vida o la escritura, o tal vez no lo dice así y lo que de verdad vale la pena es el misterio que hay dentro de algunas páginas. Lo cuenta en un libro hermoso y lleno de lluvia que se titula Esas vidas. También en él hay relámpagos negros, frases directas a la cabeza y al corazón de quien está al otro lado de la trinchera, leyendo tranquilamente un libro en el que aparentemente no pasa nada. Pero pasa, claro que pasa. Pasa todo, mientras se va muriendo una mujer, Teresa, su madre. Quería morirse, pero miraba la fecha de caducidad de los yogures, pensaba en quién iba a cuidar de Claudio. Y Claudio callado, en su isla de silencio. Una acaba queriéndolo a muerte en apenas unas páginas, sordo como una tapia, con sus cuadernos de gusanillo y sus revistas de cine, absolutamente adorable. Y así todo, los poemas de Ana Ajmátova, la música de PJ Harvey, To bring you my love, "No te vayas a morir mientras estoy en la cocina, eh". Frases como pistoletazos salidos de un Colt 45. "El único misterio de los libros imprescindibles es el que no se aclara nunca". Alfons Cervera, otro pistolero. Otro que tal.

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