Columna

La verdad y el desnudo

La sinceridad, ese vicio del alma, esa conducta depravada, tiene un prestigio que ahora alcanza también la desnudez. La gente se preciaba de ser sincera y ahora, con no menor osadía, traslada la sinceridad al cuerpo. Esto genera desórdenes impropios de una sociedad civilizada.

El pudor era una conducta virtuosa. Por desgracia, la mentira nunca alcanzó ese estado, pero algunos tuvimos la esperanza de que el tiempo, mal que bien, nos llevara a reprimir nuestras declaraciones públicas, ya fueran perpetradas de viva voz o por escrito. Sin embargo no ha sido así y, lejos de mejorar las cosas...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La sinceridad, ese vicio del alma, esa conducta depravada, tiene un prestigio que ahora alcanza también la desnudez. La gente se preciaba de ser sincera y ahora, con no menor osadía, traslada la sinceridad al cuerpo. Esto genera desórdenes impropios de una sociedad civilizada.

El pudor era una conducta virtuosa. Por desgracia, la mentira nunca alcanzó ese estado, pero algunos tuvimos la esperanza de que el tiempo, mal que bien, nos llevara a reprimir nuestras declaraciones públicas, ya fueran perpetradas de viva voz o por escrito. Sin embargo no ha sido así y, lejos de mejorar las cosas en el terreno moral, además han empeorado en un terreno que aún creíamos honesto: el material.

Antes el pudor se relacionaba con la honestidad, la dignidad personal, el respeto hacia los otros; ahora se considera, cuando menos, una forma de timidez y, cuando más, una prueba de represión. No está bien ser pudoroso. Y eso trasciende las ideologías: en cualquier foro alguien muy progresista o muy católico se pone a hablar sobre condones (la presidenta de nuestro virtuoso Parlamento, sin ir más lejos) y uno, de pura vergüenza, no sabe adónde mirar. Sobre los preservativos: haya puesta o no haya puesta, publicar la práctica privada es propio de un pornógrafo o un patán.

Ya no hay pudor en las cosas del espíritu y tampoco en las cosas de la carne. Lejos de homenajear al otro con una presencia aseada, se impone una curiosa propensión al desaliño: estamos obligados a contemplar, con una sonrisa imposible, pelos, pelambras y pelambreras, panzas, barrigas y mondongos. En ciertas reuniones me pregunto por qué el tipo de ahí delante ignora las utilidades del peine o qué placer encuentra en lucir camisetas descosidas. Eso por no glosar la desinhibición adolescente, que airea su pujante primavera, henchida de cimbreantes gelatinas, y suscita observaciones, más que de rendido admirador, de mero veterinario.

La sinceridad verbal tiene su correlato en la sinceridad corporal. El impudor ético se alía con el impudor físico. Ya no hay lugar ni para la reserva intelectual ni para la camisa de manga larga. Todo es desvergonzadamente público. Se socializan hasta los cuerpos: lo que faltaba.

La gente se desnuda en público y en público desnuda el alma. Todo demasiado tosco como para hacer de la opinión (y de la carne) un juego de pasiones privadas. Con tanta desnudez, con tanta sinceridad, la vida ya no es una partida de póquer: se parece a una sesión de bingo, donde no hay lugar para la gracia del engaño, el celo del secreto o el reto del acertijo. Asco de sociedad donde todo es público y notorio. Qué aburrimiento. Ojalá una revolución moral nos devuelva el pudor, el pudor de no enseñarlo todo y de no decirlo todo; la libertad de escoger amigos, amantes, cómplices; y no airear verdades (o partes íntimas) como hacen los que no tienen vergüenza.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Archivado En