LA COLUMNA | OPINIÓN

Cambio de ritmo

El escenario había sido preparado a conciencia para el feliz acontecimiento que se trataba de celebrar: la presentación en sociedad de un flamante equipo presidencial dispuesto a imprimir un nuevo ritmo a la acción de gobierno con el objetivo de salir, de aquí a fin de año, de la crisis económica, financiera y autonómica, en la que, como todo el mundo sabe, nos metió el Partido Popular. La escenografía, sin embargo, era gélida, de esas que harían exclamar a nuestro gran poeta: "¡Cierra, cierra las ventanas! ¡Siento un yelo por el alma!". Y para hielo, la mesa, de cristal o metacrilato: sentado...

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El escenario había sido preparado a conciencia para el feliz acontecimiento que se trataba de celebrar: la presentación en sociedad de un flamante equipo presidencial dispuesto a imprimir un nuevo ritmo a la acción de gobierno con el objetivo de salir, de aquí a fin de año, de la crisis económica, financiera y autonómica, en la que, como todo el mundo sabe, nos metió el Partido Popular. La escenografía, sin embargo, era gélida, de esas que harían exclamar a nuestro gran poeta: "¡Cierra, cierra las ventanas! ¡Siento un yelo por el alma!". Y para hielo, la mesa, de cristal o metacrilato: sentado a ella, ni el alma mística de un monje sería capaz de entrar en calor; una mesa, como ya pasó con ciertos pupitres en los que se sentó a los banqueros, imposible para una reunión de trabajo.

No sabemos cómo accedieron a la escena las dramatis personae, y no por falta de fotógrafos, que las rodeaban, como es tópico decir, como una nube. Y sí, cuando la nube alcanzó la fría estancia, ya todos se habían sentado. De frente, el presidente; a su derecha, como corresponde, la vicepresidenta primera, que en el trayecto había dejado de ser la vicepresidenta por antonomasia. A su izquierda, la vicepresidenta segunda, rescatada de un ministerio de consolación tras los desaires sufridos al verse obligada a repartir miles de carteles con la leyenda: "En este establecimiento está permitido fumar", y a retirar poco después, contrariada, la ley del vino. A la derecha de ella, el vicepresidente tercero, que llegaba de Andalucía con la lengua fuera. Ninguno de los personajes de esta representación posaba por vez primera ante las cámaras; todos llevan años recorriendo los pasillos y los escenarios del poder; de todos son conocidas cada una de las arrugas que han ido surcando sus rostros desde los tiempos ya lejanos en que iniciaron la irresistible ascensión a la cumbre.

Cambio generacional al revés: menos el principal, los viceprincipales rozan o superan la sesentena. ¿Qué ha pasado, pues, para obligar al otrora joven presidente a rodearse de gentes tan mayores? Viejos políticos, les llamarían los periodistas de la primera restauración, que van y vienen por los ministerios, acumulando experiencia, quizá no en economía, pero sí en gestión, en tragar sapos y propinar codazos, maestros de supervivencia en posiciones de poder. Ah, pero, ¿desde cuándo es un mérito la edad, la experiencia? Hace cinco años, íbamos a entrar en una nueva era, con gentes nuevas, licenciando a la anterior generación, gastada, cansada. Y ahora, porque no hay ninguna era que inaugurar, sino sólo cambios de ritmo que imprimir, ¿recurrimos a gente mayor? ¿Qué es esto, sino el reconocimiento de un fracaso que se pretende paliar con profusión de fogonazos y fijación de sonrisas?

Un fracaso en la selección del alto personal dirigente, y en la manera de presidir, escenificando como cambio de ritmo lo que se reduce a trasiego de personas y enésima reubicación de dependencias, como si la Administración del Estado fuera un juguete de quita y pon. Para eso, nada más ocurrente que hacer como que hasta los viejos trabajan en los días de santa vacación. Y como trabajar equivale hoy a reunirse, frenesí de reuniones. Hay gentes en la Administración que no hacen otra cosa. Bueno, en la Administración, en la Universidad, en la empresa, y dondequiera: las reuniones se multiplican hasta tal punto que han llegado a adquirir un valor en sí, estén o no preparadas, se lleven o no los dossieres estudiados; se celebren o no con los equipos a mano, para solicitar un dato, para salvar un apuro.

Lo nunca visto es que los vicepresidentes convoquen sesiones fotográficas con los ministros, uno a uno, y con su presidente, todos juntos, sin haber tenido tiempo para hacerse cargo del terreno que pisan, antes de haber nombrado sus equipos, antes de haber estudiado los problemas, establecido prioridades, formulado estrategias. Porque el último detalle de estas reuniones, bien a la vista quedó: la insípida alfombra, las paredes desnudas, la mesa transparente, la nube de fotógrafos, el hielo por el alma, no eran nada comparados con la liviandad de papeles. Tanta, que alguno se olvidó de abrir la carpetilla y permaneció con sus manos cruzadas encima de la mesa como preguntándose qué hacía él o ella en un lugar como ese.

Y es que... ¡no iban a trabajar! Iban tan solo a imprimir ante una nube de fotógrafos un nuevo ritmo a la acción de gobierno porque, oiga, de esta crisis vamos a salir, ya lo creo que vamos a salir. Y a buen ritmo. -

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