Columna

Perversión

Alguien dijo que cuando renunciamos a cosas superfluas, con frecuencia acabamos sin las necesarias. Es importante recordar esto en tiempo de crisis, porque hay mucho moralista suelto que le gusta sermonear sobre la superficialidad de la calidad de vida que llevábamos y la importancia de centrarnos ahora sobre las cosas importantes. En realidad, hacía ya mucho tiempo que estábamos renunciando a cosas aparentemente superfluas y ahora nos están tocando las necesarias.

En la enseñanza, por ejemplo, hemos permitido desde hace décadas que poderes ajenos a la docencia decidieran quién puede en...

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Alguien dijo que cuando renunciamos a cosas superfluas, con frecuencia acabamos sin las necesarias. Es importante recordar esto en tiempo de crisis, porque hay mucho moralista suelto que le gusta sermonear sobre la superficialidad de la calidad de vida que llevábamos y la importancia de centrarnos ahora sobre las cosas importantes. En realidad, hacía ya mucho tiempo que estábamos renunciando a cosas aparentemente superfluas y ahora nos están tocando las necesarias.

En la enseñanza, por ejemplo, hemos permitido desde hace décadas que poderes ajenos a la docencia decidieran quién puede enseñar, manipulando oposiciones, habilitaciones, acreditaciones, certificados y un largo etcétera. Era la época en que se creía en la eficacia de la enseñanza y los poderes públicos se preocupaban obsesivamente en seleccionar, filtrar y purgar a los maestros de las futuras generaciones para que fueran adictos, convencionales y representativos de las creencias oficiales.

Más tarde aceptamos por imposición lo que teníamos que enseñar, los contenidos concretos, ya fuera en matemáticas, literatura o historia. Había demasiados profesores para poder controlarlos a todos, era preferible concentrarse en el contenido. Cada maestro tenía su librillo, algo que no estaba tan mal, pero la Administración decidió que de eso nada, que el librillo le pertenecía a ella y podía decidir los contenidos según su criterio y conveniencia.

Y ahora, como era de esperar, pretenden decidir también sobre la manera de enseñar, subidos a la tarima o debajo, con fichas o transparencias, en inglés o esperanto, en solitario o en pareja. Ya no queda nada necesario, ni el profesor ni los contenidos, ni siquiera la manera de formar a los alumnos, todo es superfluo, susceptible de manipular y al servicio de intereses ajenos a la enseñanza. Está ocurriendo en la enseñanza media y pronto se extenderá a la universitaria, bajo el manto beatífico de la convergencia europea.

Con frecuencia, los sentimientos de culpa colectiva son oportunos y beneficiosos. Nos ayudarían, por ejemplo, a recuperar con dignidad a nuestros muertos de las fosas comunes y a enterrar nuestra vergüenza. En el tema de la enseñanza también hay culpa colectiva, pero ahora le toca a la Administración reconocer que está fuera de su ámbito, que sobrepasó el límite. Tienen derecho a defender políticamente sus ideas y creencias en parlamentos y cámaras, pero no pueden invadir el último reducto de la enseñanza, el lugar donde el docente ejerce dignamente su profesión junto con sus alumnos.

La solución es sencilla, consiste simplemente en permitir que los profesores realicen su labor de la manera que consideren más adecuada cuando explican una disciplina, en función de su experiencia y formación. De lo contrario sólo conseguiremos una generación de valencianos que recordarán, más adelante, que ser ciudadano es algo conflictivo y que el inglés es un idioma que se utiliza para oscurecer el conocimiento. Estoy convencido de que nadie quiere tal perversión, aunque estamos a punto de conseguir lo que no deseamos.

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