Literatura como artefacto moral
Entre el jazz y la arquitectura, hace muchos años que la caligrafía moral de un poeta se ha hecho precisión de microscopio: Els motius del llop (1993) o Aiguaforts (1995) empezaron a poner en verso a un hombre libre, capaz de adiestrar al lenguaje para que fuese alusivo pero exacto, afilado pero rítmico en su propósito de musitar la intuición del desengaño, del desamor y del amor, de la intuición de la muerte o de la verdad de uno mismo. No son temas de originalidad pasmosa, ni su poesía juega en ese tapete para pobres, porque la madurez lo ha hecho clásico jovial y nada a...
Entre el jazz y la arquitectura, hace muchos años que la caligrafía moral de un poeta se ha hecho precisión de microscopio: Els motius del llop (1993) o Aiguaforts (1995) empezaron a poner en verso a un hombre libre, capaz de adiestrar al lenguaje para que fuese alusivo pero exacto, afilado pero rítmico en su propósito de musitar la intuición del desengaño, del desamor y del amor, de la intuición de la muerte o de la verdad de uno mismo. No son temas de originalidad pasmosa, ni su poesía juega en ese tapete para pobres, porque la madurez lo ha hecho clásico jovial y nada amonestador, lúcido pero no cascarrabias, hablador y ocurrente pero ni chistoso ni palabrero. Cuando el tiempo ha ido haciéndose más frío ha ido adensándose también la voz en Estació de França (1999) o en Càlcul d'estructures (2005) o en el penúltimo Casa de Misericòrdia (2007). Es transparente y límpido por denso y hondo, más directo e incisivo por más grave y soberano. El tiempo que queda ya no da para hacer tonterías ni para modelar versos con fingimientos o notas falsas sobre la experiencia moral de un hombre adulto y ya sabio. Los poemas que dedicó a la agonía, enfermedad y muerte de su hija Joana (2002) fueron una transgresión de la más elemental distancia estética, porque todo era real y todo sucedía en directo, y el resultado es a ratos insoportable quizá por el hecho mismo de saltarse con valor la mínima distancia estética. El pasado de guerra y posguerra, su propia biografía y la de su padre, la de su familia y la de su país, han cristalizado experiencias de desvelación moral, retratos y autorretratos sin decorar y con el ronroneo insidioso de los clásicos: los rencores velados y las codicias vergonzosas, las heridas secretas y la felicidad plácida y sin culpa. Leer a Margarit es entender mejor la textura de nuestra vida aunque no seamos arquitectos ni poetas, así que el hecho de que los lectores vayan sabiendo de él gracias a los premios recientes quiere decir que para algo sirven. Es una fastuosa noticia para quienes aun confíen en la literatura como artefacto moral con palabras insustituibles, o como forma ejemplar de atrapar la experiencia.
Jordi Gracia García es profesor de Literatura Española de la Universidad de Barcelona.