Crónica:LA CRÓNICA

Humillante situación

Desde que el pasado junio de 2007 entró en vigor la ley en la que se exige a turistas de ciertos países una carta invitación para entrar a España, la tramitación del documento es un infierno no sólo para extranjeros, sino también para españoles. Una mujer catalana llega a la comisaría de policía con un expediente tan gordo como uno se imagina que será el de un etarra. Suspira de cansancio y dice "¡espero que ésta sea la última vez!". Cuenta que ha ido tres veces y siempre le falta algún documento; ahora debía llevar una fotografía para comprobar que su hija tiene una relación con su novio, un ...

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Desde que el pasado junio de 2007 entró en vigor la ley en la que se exige a turistas de ciertos países una carta invitación para entrar a España, la tramitación del documento es un infierno no sólo para extranjeros, sino también para españoles. Una mujer catalana llega a la comisaría de policía con un expediente tan gordo como uno se imagina que será el de un etarra. Suspira de cansancio y dice "¡espero que ésta sea la última vez!". Cuenta que ha ido tres veces y siempre le falta algún documento; ahora debía llevar una fotografía para comprobar que su hija tiene una relación con su novio, un joven brasileño a quien le tramitan la dichosa carta para que pueda venir de vacaciones a conocer Cataluña, la tierra natal de su novia.

La mujer muestra una foto de la pareja en una playa exótica de Brasil. Muestra otra: él tocando la guitarra y ella recargada en su hombro tomando un cóctel, prueba de que se conocen y no se trata de una listilla que trafica con inmigrantes. "¡Espero que me den el permiso para el novio de mi hija!, si no, ella tampoco vendrá y me quedaré sin verla todo un año", dice la madre con cara de miedo y enfado. Al lado, otra catalana muy contrariada por el tiempo de espera, se mete en la conversación: "¡Esto parece limpieza étnica para que nadie haga amiguitos del otro lado del Atlántico. Sólo nos queda ligar en un local de las playas de Barcelona, así no tendremos que pasar por este infierno!".

Un asturiano de edad avanzada explica con apuro que deberá pagar 100 euros por la carta de cada uno de sus invitados que vienen de Argentina, pues llegan en fechas distintas: "¡Imagínese. Son cinco!". El pobre anciano ve que la truculenta medida le comerá su jubilación del mes. De pronto, se abre la puerta y sale una mujer, también española, quien celebra que le han otorgado el permiso para recibir de vacaciones a unos amigos de Suramérica. "¡Me lo dieron!", "¡me lo dieron!", nos dice.

En esas mismas bancas, con otro expediente igual de copioso, me encuentro yo tramitando la carta para mis padres, que vendrán de visita desde México. Hubo que destinar días completos para lograr juntar todos los documentos, entre ellos, el contrato de arrendamiento en el que se especifica el número de habitaciones de la vivienda y medios de vida que demuestren que puede sufragar los gastos de sus invitados. Le pregunto al policía: "¿y cómo lo hace un autónomo que no tiene entrada fija de dinero y, además, vive en un piso pequeño como tanta gente en España?". "Pues no les damos el permiso", contesta el agente.

Días más tarde recibí la visita inesperada de la policía, que llegaba a inspeccionar mi casa para comprobar que sólo vivimos mi familia y yo, pues debido a un fallo de actualización, existían varias personas empadronadas en el mismo domicilio cuando perteneció a otro dueño, lo cual me convertía en sospechosa de tráfico de inmigrantes. "Pasen por aquí, allá está el salón, ahí la cocina. ¿Quieren un café o un tequilita? Con confianza, eh", les ofrecía. "No, no señora, ¿me muestran su DNI?". Como verificaron que mi hogar no es casa patera se marcharon satisfechos. Paralelamente, en México, mis padres pasaban un vía crucis similar certificando comprobantes de domicilio y parentesco, perdiendo días enteros en la Embajada de España, cuyos funcionarios pareciera representan a cualquier país excepto a España: "No sé, oiga. Mejor regrese mañana, a ver si mi compañero le puede informar de qué necesita", decían confundidos.

El trámite es más engorroso que pedir un visado y, finalmente, uno llega a la policía con un monstruoso expediente sintiéndose más fichado que el violador del Eixample, dejando la decisión de sus vacaciones familiares en un agente que le suelta: "Ya le llamaremos si es aprobado". Así que sólo queda cruzar los dedos y tragarse la humillación.

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