Editorial:

Mugabe y sus matones

El déspota de Zimbabue consuma la farsa de su reelección ante la condena del mundo entero

En Zimbabue los votos no se cuentan, se aclaman. Por eso, el resultado de las elecciones presidenciales en este país africano es irrelevante. El mundo sabe que el cómputo estará todo lo próximo al 100% de sufragios favorables al anciano dictador, Robert Mugabe, de 84 años, cuanto permita la desvergüenza de un mandato criminal en la violación de derechos humanos y catastrófico en la destrucción de una economía que en su independencia era una de las más florecientes de África.

Un país extenuado de mal gobierno votó con claridad en marzo pasado por la oposición, el Movimiento para el Cambi...

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En Zimbabue los votos no se cuentan, se aclaman. Por eso, el resultado de las elecciones presidenciales en este país africano es irrelevante. El mundo sabe que el cómputo estará todo lo próximo al 100% de sufragios favorables al anciano dictador, Robert Mugabe, de 84 años, cuanto permita la desvergüenza de un mandato criminal en la violación de derechos humanos y catastrófico en la destrucción de una economía que en su independencia era una de las más florecientes de África.

Un país extenuado de mal gobierno votó con claridad en marzo pasado por la oposición, el Movimiento para el Cambio Democrático, que dirige Morgan Tsvangirai. Era una primera vuelta, cuyos resultados Mugabe se limitó a desconocer, para anunciar, al cabo de varias semanas,que, aunque había vencido el líder opositor, era precisa una segunda vuelta, porque el margen había sido insuficiente. Y ésta se celebró el domingo, pero el patético dictador no iba a correr riesgos. La intimidación practicada por las bandas del matonismo presidencial llegó a tal nivel de violencia que persuadió a Tsvangirai de que era mejor retirarse dejando solo a Mugabe en la contienda, así como aconsejar a sus partidarios que no se jugaran la vida y votasen por el dictador en evitación de males mayores.

La comunidad internacional, que desde el Consejo de Seguridad hasta la UE y el G-8, pasando por la Unión Africana, ha condenado la embrutecida pantomima, tiene ahora ante sí un problema. ¿Qué hacer? El arzobispo anglicano de Johanesburgo y premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu, sostiene que no ya el derecho, sino el deber de injerencia mundial sería en este caso de obligado cumplimiento: el uso de la fuerza contra el dictador, pero para eso harían falta países, necesariamente africanos, que aportaran tropas, lo que es harto improbable. Si no se llega a la intervención siempre caben las sanciones, que estudia la ONU. Pero ¿cuándo han puesto de rodillas a nadie?

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Parece que cobra fuerza, sin embargo, la idea de ejercer una presión internacional sobre el régimen para que Mugabe se avenga a formar un Gobierno de unidad entre MCD y su partido, ZANU-PF. El problema consiste en que, aparte de que el plan parece una recompensa al tirano, la cooperación entre opositor y presidente resulta hoy utópica; pero sería la mejor fórmula, eficaz e incruenta, para poner fin a la dictadura.

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